Buena parte de las mayores desgracias que ha sufrido el ser humano se han debido al rechazo de su finitud. El hombre es el único animal consciente de su existencia y de que ésta acabará trágicamente, en fecha desconocida, para disolverse en la misma nada de la que provino. Es tan terrible y angustiador, que lo primero que hizo el homo sapiens cuando su tamaño encefálico se lo permitió fue inventarse la existencia de invisibles seres superiores y de otra vida después de la muerte en que creer como consuelo y esperanza frente a la dureza de una subsistencia terrenal llena de penalidades y carente de sentido. La idea religiosa así surgida derivaría en distintas confesiones y cultos que, compartiendo los conceptos básicos de una deidad creadora y omnipotente, un alma eterna, un anhelo de salvación y una promesa de resurrección a otra vida, ya infinita –y dichosa, de haberse portado bien en la finita-, se diferencian por sus textos sagrados, sus dogmas, su doctrina, su organización y su liturgia. Y se parecen en que, en alguna época o siempre, se han mostrado intolerantes e incluso beligerantes con los otros credos. La Historia está plagada de persecuciones, masacres, genocidios y guerras obscenamente calificadas de santas en las que se cometieron, cometen y cometerán las mayores atrocidades en nombre de Dios y en defensa de una fe oficial intocable que en nuestra civilizada Europa condenaba a la excomunión, el destierro, la tortura o la hoguera al disidente, anatemizado como hereje. Ya en los primeros siglos del cristianismo, las apasionadas disputas cristológicas, trinitarias o marianas generaron el odium theologicum, el más profundo de los odios para Spinoza, por el que los padres de la Iglesia incluso llegaban a las manos en concilios de los que siempre salían vencedores y represaliados. Desde entonces, las guerras de religión, los pogromos, las matanzas, los destierros, las cruzadas y los odios mortales entre seguidores de distintas religiones no han cesado; una de las peores amenazas que se ciernen hoy sobre Occidente, el islamismo radical, como la teocracia papal del siglo XIII, está cometiendo las mayores brutalidades en nombre de un dios utilizado como pretexto por el hombre durante milenios para aniquilar a sus enemigos.
Aun con todo, creer no sólo es respetable sino posiblemente necesario para las personas necesitadas de consuelo y esperanza frente a su limitada y posiblemente penosa existencia. Pero quizás el mundo hubiera sido un lugar mejor si la experiencia religiosa fuese una vivencia individual e íntima, sin necesidad de dogmas, templos, jerarquías, liturgias, imaginerías ni credos. No creo en la otra vida ni en el cielo, pero sí en el infierno. Está ahí fuera, infestado de demonios de la guarda atormentando a los pobres mortales con el temor de Dios.