Un martes de diciembre. Una menos diez de la madrugada. Nueva estación de ferrocarril de Logroño. Ni un alma por los alrededores. Frente a la entrada, un solitario taxi espera. El inmenso vestíbulo está desierto. Dos letreros bilingües indican los accesos a las cuatro vías por sendas enormes escaleras mecánicas que funcionan ininterrumpidamente aunque nadie las utiliza. En la vía 1, una pareja espera la llegada del tren procedente de Barcelona departiendo con el vigilante de seguridad. Los andenes, desolados e infinitos, están profusamente iluminados, como el resto de la gigantesca y nada acogedora infraestructura en la que hace un frío que pela. A las 13:02, puntual, hace su entrada un convoy kilométrico del que se apean media docena de viajeros que desaparecen rápidamente dejando un vacío inmenso que proporciona al lugar un aspecto irreal, de película de ciencia ficción, o de anuncio de perfume caro con susurro de la marca en francés. Este será el aspecto habitual de un faraónico edificio destinado a albergar una estación por donde seguirán pasando pocos trenes transportando a escasos viajeros. Más que de la desolación, es la imagen de la desproporción, la hipertrofia y el exceso, del derroche en definitiva. El mismo que ha dotado a la ciudad de Logroño de otras instalaciones como un soterramiento, un aeropuerto, una plaza de toros cubierta, un estadio de fútbol, un auditorio y un palacio de los deportes, magníficas, sí, y bienintencionadas, seguro, pero sobredimensionadas e infrautilizadas, si no innecesarias o prioritarias respecto de otras carencias urbanas o metropolitanas. La propaganda trata de presentar estas emblemáticas construcciones como muestras de prosperidad y desarrollo de las que los ciudadanos debemos sentirnos orgullosos. Cuando son ejemplos de esas irresponsables inversiones que endeudan e incluso arruinan a las Administraciones, en definitiva a los ciudadanos que las financian con las exacciones de que son objeto. Esperemos que la flamante estación de ferrocarril logroñesa, tan moderna, tan grande, tan cara, tan desangelada, tan fría, tan exagerada, tan vacía y tan innecesaria sea el último despropósito erigido en la modesta capital de una pequeña región que, para celebrar la crisis, ha gastado en iluminación navideña por ciudadano más del triple que la media nacional. Por cierto, a ver si adivinan qué comunidad autónoma gastó más en lotería de Navidad. ¿Qué debe ocurrir para enterarnos de que no nos lo podemos permitir? Al final se va a quedar corto ese calvo peinado de Anasagasti: no sólo nuestro presidente, todos los riojanos somos unos chulos. Redomados. Y si tampoco hubiera suerte con el Niño, recuerden que lo importante es la salud. Esa que no podemos pagarnos.