Quien desee aproximarse con rigor histórico a la nebulosa figura de Jesucristo encontrará poca cosa. De las escasas fuentes judías y romanas disponibles solo puede asegurarse que en el primer tercio del siglo I (entre -6 ó -7 AC y el 36 DC, probablemente) pudo existir un judío llamado Yeshúa (Jesús) oriundo de alguna población de Galilea (aún no existía Nazaret), hijo del tekton (constructor) Josef y de Mariam. Que tuvo al menos cuatro hermanos y dos hermanas y que es más probable que estuviera casado y con hijos que lo contrario. Que ayudando a su padre alcanzó la máxima cualificación profesional en su oficio, maestro (de obras), como es llamado en los evangelios. Que rondando la cuarentena dejó trabajo y familia para seguir a un predicador escatológico pariente suyo que practicaba abluciones purificadoras en el Jordán. Que, tras la muerte del bautista, Yeshúa fundó su propia secta predicando por desiertos y aldeas, como otros santones con dotes de curandero de la época, el apocalíptico fin de los tiempos y el advenimiento del “reino de Dios”. Y que, como judío militante que era, eso significaba la liberación del pueblo elegido por Dios, el suyo, del yugo de Roma. Que, abandonado por su decepcionada masa aldeana de seguidores, se radicalizó entrando en Jerusalén con un grupo de incondicionales armados. Que de hecho la armó en el Templo en plena Pascua y que la autoridad romana, indiferente ante cualquier idea religiosa pero severamente intolerante con el desorden público, ejecutó al revoltoso en el patíbulo destinado a los malhechores hacia el año 36, cuando Yeshúa contaba unos 42, lo que significó su rotundo fracaso como pretendido mesías.
Parece claro que Yeshúa, que no fue el primer cristiano sino un judío por los cuatro costados, no fundó una iglesia, ni una religión, ni instituyó unos sacramentos, ni proclamó su divinidad, ni pretendió redimir a la Humanidad sino solo a su pueblo. El proceso de mitificación y deificación del personaje la inició el auténtico fundador del cristianismo, Pablo de Tarso, continuó con los manipulados relatos de los cuatro evangelios oficiales, escritos décadas después de la crucifixión, y finalizó con la definición del grueso del dogma católico a finales del siglo IV, tras el triunfo del cristianismo como religión oficial del Imperio y luego de encarnizadas discusiones trinitarias, cristológicas y marianas, marcando la raya entre la ortodoxia y la disidencia que tan caro pagarían sus transgresores, por los siglos de los siglos, al pasar la Iglesia de perseguida a perseguidora. Respeto profundamente todas las creencias religiosas, pero que hoy siga siendo fiesta nacional demuestra que Espana no es un Estado laico. Y no digamos Andalucía, donde hasta los comunistas gimotean como magdalenas si la lluvia suspende la procesión de Jesús del Gran Poder, más ahora que lo van a tocar. El poder, claro. Lo otro es intocable.