Los sociólogos aseguran que cuanto más libre, rica y avanzada es una sociedad, más quejicosos se vuelven sus individuos. Si fuese cierto, puede que habitemos en el país más próspero del planeta. Pues una de las principales características de la idiosincrasia española es nuestra inveterada costumbre de quejarnos con frecuencia, pero casi nunca con un buen motivo, y de exigir “responsabilidades” hasta por la sobrevenida de un meteoro. Por ejemplo, si una formidable tormenta descarga un rayo sobre un árbol, que acaba cayendo sobre las piernas de quien pasaba justo debajo, el fulminado difícilmente aceptará que: (1) las tormentas, tan impredecibles como inevitables, descargan rayos al azar pero con cierta predilección por los árboles, por lo que (2) el riesgo de sufrir las devastadoras consecuencias de la fulguración desaparece quedándose quietecito en casa hasta que escampe. Lo más probable es que presente una queja con posibilidades de transformarse en denuncia y ésta en querella, pues: (1) nadie le avisó de que estallaría una tormenta en aquel preciso momento y lugar, (2) ya alguien había advertido de que el árbol derribado era muy viejo, demasiado grande o algo inclinado, (3) los bomberos no se presentaron en menos de treinta segundos para rescatar a la víctima atrapada bajo el tronco y (4) que las piernas remostadas, aún reparadas conforme a la lex artis, casi nunca vuelven a lucir su antigua lozanía. Así que la culpa acabará recayendo sobre el Instituto Nacional de Meteorología, el Ayuntamiento o el Servicio regional de Salud, sin que la víctima reconozca su responsabilidad al transitar imprudentemente por un lugar convertido en peligroso por circunstancias imprevistas e incontrolables.
La quejumbre nacional, como los grandes servicios públicos, es universal y gratuita, y está fomentada por una cultura instalada en la exigencia, la reclamación y un victimismo a todos los niveles: doméstico, laboral, social e institucional. Si nos piden la opinión de algo sin duda bueno, como mucho nos arrancarán que “no está mal”; si alguien nos pregunta cómo nos va la vida, y nos va bien, la probable respuesta será “no me puedo quejar”, una conducta intachable sólo merecerá un “por ahora no tenemos queja” y cuando el médico revisa al paciente claramente mejorado el máximo reconocimiento que suele obtener es “a peor no vamos”. Claro que la queja permanente como llamada de atención, exigencia de cuidado o búsqueda de compasión puede volverse contra el abusador de cuitas, desazones y lamentos, del que acabamos huyendo como del apestado. Y es que no hay quien aguante a esos pelmazos insoportables de los quejicas. Ya les vale, hombre. Aburren a un pedrusco y son más cansos que el chispón. Es una vergüenza.