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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Homo estivalis

Después de cuatrocientas columnas resulta difícil no repetir como el fuagrás casero, pero hay temas cíclicos que incitan a reflexionar cada vez que vuelven, y uno de mis favoritos es la llegada del verano. Va para medio siglo, cuando las estaciones se sucedían como Natura manda, era fácil advertir el comienzo del estío astronómico porque coincidía con el climatológico. Cuando otro solsticio más me concedían tres meses de condicional en el internado vitoriano, pasar las Conchas era acceder a un mundo anticiclónico y risueño donde aguardaban el soto reverdecido, el piar de las golondrinas, el balancín en la terraza, el chapuzón en la poza del Tirón, el fresquito del portal y demás señas inequívocas de un verano jarrero. Hoy, en cambio, no sólo tenemos marzos que mayean al precio de julios novembrinos sino calores invernales, junios otoñales y navidades abrileñas, debido al calentamiento terráqueo del que los algoreros nos culpan a sus habitantes, cuando está siendo menor y más lento que el que se produjo en una Edad Media sin calefacciones, chimeneas ni tubos de escape desencadenantes del cambio climático que permitió a los vikingos colonizar Groenlandia o elaborar tintorro a los británicos.
Por fortuna, algunos hábitos y conductas inquebrantables del personal indican de modo infalible, y en contra de lo que diga el clima, la llegada de la temporada estival sociológica, que es la que importa. Como tropezarte de par de mañana con individuos en uniforme de las tres “etas” (camiseta, pantaloneta y chancleta), aunque el termómetro marque once grados. O la proliferación de depredadores de cerezas por los caminos viejos que huyen de la gran ciudad compartiendo la estrechez con paseantes, ciclistas y corredores. Tampoco faltan a su cita estival los descerebrados montados en estruendos ni la suelta nocturna de berreones a impedir el descanso ajeno.
Pero el mayor precio que hemos de pagar por disfrutar del presunto buen tiempo es la obscena exhibición callejera de adefesios que atentan contra el decoro, la dignidad y la vergüenza: viejos pellejudos en tetas, visera revirada y escarpines, jamonas en sujetador y paseantes de su barrigón cervecero exhibiendo sin pudor espeteras normandas, lomos ibéricos, panzas budistas, celulitis glúteas, pellejos arrugados, flaccideces sebáceas, caídas del imperio mamario y demás miserias anatómicas reveladas por el verano. Claro que utilicé esta descripción del horror estival en otra columna (“Homo pantalonetans”), hace años. Ya reconocí al principio que empiezo a repetirme como ajo traidor agazapado en el consuelo veraniego del salmorejo.

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.


julio 2012
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