El jueves pasado reflexionaba sobre la falta de misericordia que esta sociedad del bien estar pero ser infeliz demuestra hacia la inmensa mayoría de un género humano pobre, enfermo, oprimido y dejado de la mano de Occidente. Continúo aquella columna exponiendo una hipótesis sobre la coexistencia de sociedades miserables y opulentas, basada en las fronteras que limitan las naciones donde habitan. Mientras ustedes leen estas líneas y a pocas horas de avión hay niñas prostituyéndose, niños matándose en guerras o muriendo de hambre, enfermos agonizando sin atención médica y mujeres no sobreviviendo a su enésimo parto. ¿Cómo puede ser que otros seres igual de humanos permanezcamos vergonzosamente insensibles a esta tragedia mientras nos indignamos por naderías en comparación? En mi opinión, porque las víctimas de la miseria global no son “de los nuestros”, sino súbditos de otros Estados soberanos. En definitiva, porque arrastran su indigna existencia allende nuestra fronteras. Y una frontera es como un dique, una verja, un abismo o una muralla que ejercen una eficaz función protectora en las dos direcciones. De fuera adentro, el efecto de barrera infranqueable es tan conocido como utilizado, en la fantasía y en la historia: desde los muros que defendían a las fortalezas medievales de sus asediadores hasta la empalizada que protegía a los indígenas de isla Calavera del temible Kong, pasando por la Gran Muralla china, el muro de Berlín o los de USA para detener a los inmigrantes mejicanos, Israel a los palestinos o Ceuta a la morisma.
Pero hoy en día las fronteras, incluso invisibles, cumplen en sentido contrario otro cometido más sutil pero igualmente efectivo y bien distinto a impedir la entrada en el recinto que delimitan: restringir el alcance de las conciencias. Las fronteras eximen de responsabilidad humanitaria, justifican cínicamente genocidios, hambrunas y pandemias como “asuntos internos” y circunscriben la virtud de la caridad, el deber del socorro y la nobleza de la solidaridad al territorio que confinan. Las fronteras, símbolo del nacionalismo, representan un crimen contra la humanidad desvalida que permanecerá impune mientras separen tan eficazmente a las víctimas de los culpables. Sólo eliminándolas y reuniendo a todos los habitantes del planeta bajo la leyes de un único Estado podrá garantizárseles una digna existencia. Por eso resulta detestable el afán de algunos por acotar aún más su terruño levantando nuevas fronteras que los protejan del resto del mundo, cuando las mayores y peores agresiones de la historia se han cometido siempre exaltando diferencias, tendiendo alambradas, entonando himnos y enarbolando banderas.