Buena muestra de la riqueza de nuestra lengua es la polisemia o pluralidad de significados que puede encerrar una misma palabra. “Banco”, por ejemplo, es asiento corrido pero también entidad financiera, espesa niebla, acopio de datos, agrupación de peces, almacén de órganos trasplantables o elevación subacuática de arena. Otras no poseen tanta diversidad de expresiones diferentes como matices de una misma idea. “Falso”, por ejemplo, equivale a engañoso, incierto, simulado, calificando sobre todo objetos materiales: un billete, una pintura, un documento falsos. Pero también lo aplicamos a cosas intangibles: por aquí llamamos falso al día caluroso que parece bueno pero acaba lloviendo. Y, desde luego, a las personas. En esta tierra también llaman falso al cobardica o al vagoneta (indulgentes sinónimos de pusilánime y holgazán), pero la primera acepción del término es “fingido”. No auténtico. Hipócrita. Algunos pensadores sostienen que la falsedad no sólo es inevitable sino imprescindible para la convivencia, pues decir siempre lo que se siente o piensa resultaría catastrófico para las relaciones humanas. Como ejemplo ilustrativo, imagínese en plenas navidades adentrándose armado de valor en un hipermercado con la lista para la entrañable comilona familiar. El tráfico de carros es tan denso que los atascos son frecuentes en las estrechas bocacalles que afluyen al pasillo central por donde usted avanza en dirección al bebercio, cuando distingue a lo lejos a Fulano empujando su compra en dirección contraria. Es un viejo conocido con el que mantuvo cierta relación, que no le cae ni bien ni mal y con quien nunca se ha divertido ni peleado, un aceptable grado 5 en su particular escala de apreciación personal (1: como hermano, 2: amigo de cenas, 3: amiguete, 4: simpatizante, 5: indiferente, 6: contrario, 7: enemigo, 8: hijo de su madre). Como usted es educado, al cruzarse lo mira a la cara y con media sonrisa musita un inaudible aunque manifiesto “hola”. Pero Fulano, que le ha reconocido, se hace el longuis y continúa impávido poniendo cara de no encontrar algo. Usted no se incomoda porque le fastidiaría más detenerse a intercambiar sosadas. Pero la común necesidad de mayonesa se la juega en el angosto pasadizo de las salsas. Frente a frente y sin escapatoria, el saludo es inevitable. Y la falsedad del diálogo, incontestable. Pero, si al “¡Hombre, qué tal, tiempo sin verte!” usted respondiera “sí, un minuto, sólo que ahora no puedes rehuirme”, al “¿Cómo te va la vida?” replicase “Para qué me lo preguntas si te importa un pimiento” y al “A ver si quedamos un día de estos” objetara un “Pero si acabas de demostrar que no quieres ni verme”, ¿soportaría vivir en semejante infierno de sinceridad?