El pobre Larra se lamentaba de que escribir en Madrid era llorar. Para que sepan qué puede ser en Logroño, permítanme contarles una historia personal no menos patética. En otoño de 2009 me presenté en una imprenta y editorial riojana con una colección de relatos bajo el brazo. El regente, las cosas como son, me recibió con amabilidad y aceptó enseguida mi propuesta de publicación. Se trataba de veinticinco narraciones breves, más de la mitad premiadas en diversos certámenes, algunos del prestigio del Tiflos, el Antonio Machado o el Juan de la Cuesta. Con esto quiero destacar que yo no era un pardillo recién llegado al proceloso mundo de la edición, sino que ya llevaba unos cuantos años de pardillo dando tumbos por los arrabales más humildes de la industria literaria. Como por fortuna no vivo de escribir mi afán de lucro era nulo y sólo pretendía divulgar mi obra. Pero, tras entregarle mi antología al impresor-editor, por pura higiene formal le pregunté si firmaríamos un contrato, o algo, y su respuesta fue que no me preocupase, que primero sacar el libro y cuando se vendiesen los suficientes para cubrir gastos “ya se vería”. Dado que cuando las ganas de publicar aprietan ni la propia dignidad se respeta, cometí el pecado original de este asunto aceptando y volviéndome a casa tan contento a esperar las galeradas. Dos meses después, en una de las tiendas de la cadena hermana de la editorial, presenté mi nuevo libro, cuyo título omitir por no hacerle publicidad (aunque a mí, como leerán a renglón seguido, me da lo mismo), que se puso a la venta y se sigue vendiendo a 15 euros. Pasaron días, semanas y meses y tres años después no sólo no he recibido no ya un céntimo, que es lo que menos me importa, sino la menor información sobre la marcha de la venta del librito, a pesar de haberla solicitado por escrito sin que ni se hayan dignado contestarme. Nunca he sabido cuántos ejemplares se tiraron ni cuántos se han vendido y ni siquiera me entregaron los habituales libros de cortesía para uso propio. Suplicándolo conseguí que me metieran de mala gana diez ejemplares en una bolsa; aquel fue todo el rédito de mi hurtada propiedad intelectual. Y éste ha sido, en mi experiencia, el “apoyo al escritor riojano” tan cacareado por los promotores de la campaña “Libros D. O. Rioja”. O sea que tú viticultor hincas, escardas, desnietas, despuntas, deshojas, aclareas, sulfatas, vendimias, podas, crías y si tu vino da algún beneficio, lo que nunca sabrás, para el que lo embotella y vende. Mi libro, se conoce, era puro Tempranillo. Pero no por la cepa sino por el bandolero de Sierra Morena.