Uno de los mitos más arraigados en nuestra creencia popular es (era, ya) que “el Estado nunca quebrará”. Con tan categórica garantía de solvencia, «público» ha sido sinónimo de «seguro» referido al empleo, por dos razones: porque los trabajadores estatales no eran simples contratados por una empresa llamada Estado, sino propietarios vitalicios de un minifundio de su Administración, y porque su salario también estaba garantizado de por vida al provenir de un presupuesto supuestamente ilimitado. Para muchos no funcionarios, además, el empleo público era privilegiado, casi un chollo: 35 horitas, subida de sueldo con el IPC, pagas extras, bajas y vacaciones remuneradas, permisos, moscosos, etc. Tan bueno era ser funcionario que casi todos querían serlo y el crecimiento neoplásico de las administraciones local, provincial, autonómica y estatal ha satisfecho las aspiraciones de muchos: hoy el 17% de los empleados son públicos, frente al 14% de 2008. De media, claro. Aquí tenemos el 16% y en los extremos se sitúan el 13,5% de Cataluña y el increíble ¡27%! de Extremadura, donde casi uno de cada tres trabajadores es funcionario. Así que el Estado era un contratante tan sólido, fiable y solvente que no era había necesidad de manifestarse a favor del sector laboral menos productivo y más seguro del país.
Pero esta arrolladora crisis ha derribado el mito: el Estado gasta más de lo que ingresa y, al no poder cerrar como cualquier empresa de verdad (cuyo número de empleados está en consonancia con la producción y los ingresos), no le queda otra que «recortar», o sea, aumentar jornadas, reducir sueldos y extras, eliminar días libres, etc. Y los afectados, comprensiblemente, se echan a la calle en defensa de “lo público”, que básicamente significa en defensa de los puestos de trabajo y sus ventajosas condiciones laborales. Sin embargo, a pesar de la recesión económica, en la que el trabajo público disminuye y la recaudación desciende, el número de funcionarios sigue creciendo. Como el salario de estos empleados sale de los impuestos, el aumento del paro en el sector privado (que es el más castigado por esta plaga) obliga a los contribuyentes a pagar más por cada funcionario: si en 2008 había 6,1 trabajadores para sostener a cada empleado público, ahora apenas quedan 4,8. Es decir, cada contribuyente realiza un 21% más de esfuerzo fiscal para mantener la Administración, mientras que muchos se ven obligados a aceptar grandes recortes salariales bajo la constante amenaza de despido y cierre. Así que en la calle hay otro clamor menos ruidoso y pancartero por la reducción de la Administración (empezando, naturalmente, por los enchufados digitales), igualmente comprensible. A cierta edad se llega a comprender todo. Más aún si se ha pasado por todo.