Casi nadie duda de que ese canalla de Bretón incineró a sus hijos, posiblemente vivos. Tampoco de que el sinvergüenza de Bárcenas afanó parte de las comisiones pagadas en crudo al PP por empresas a cambio de adjudicaciones, tras repartir sobresueldos en el partido. Ni de que esos ladrones pesoesindicalistas de los ERE andaluces saquearon cientos de millones públicos amparados por sus gobernantes. Ni de que el experto en pelotazos Urdangarín estafó a manos llenas a sabiendas de su familia política, o de que ese malnacido de Carcaño sabe dónde aguardan los despojos de Marta del Castillo el momento de consolar a sus pobres padres. Llenaría la columna mencionando casos actuales de infanticidas, corrompidos, truhanes y violadores asesinos, seguro que culpables pero protegidos por la honorable presunción de inocencia que les concede el Estado de derecho.
Pero lo malo no es sólo que se mate, robe o defraude. El hombre ha ejercido la perversidad desde el principio y lo seguirá haciendo hasta el fin del mundo. Lo que peor llevo de las fechorías humanas no es que se cometan, porque es inherente a nuestra débil condición humana: Errare humanum est…, sentenció Séneca. Tan humano, que no sólo nos equivocamos todos sino incluso varias veces al día y con machacona reincidencia. Los errores son actos contrarios a la inteligencia (estupidez) o a la norma (yerro) y puede que los premeditados admitan menos disculpa que los irreflexivos, pero hasta el peor puede perdonarse si quien lo cometió lo reconoce y se arrepiente de corazón. Lo peor de los errores, creo, es negarlos para eludir la responsabilidad: …sed diabolicum perseverare, remataba el filósofo. La auténtica maldad no reside en algo tan truculento como matar a los hijos para dañar a su madre sino en no sentirlo, confesarlo y arrepentirse, en esa pasmosa frialdad, esa desafiante mirada de pequeño monstruo vulgar, espantosamente cotidiano. Lo más irritante tampoco es que un político robe dinero público o lo acepte en B de procedencia ilegal sino que cuando los pillen mientan negándolo con alevosía y solemnidad. «A lo hecho, pecho», insta el refrán, y lo que a esta corrompida sociedad y a algunos dirigentes de la que surgen como hongos en la boñiga nos falta es justamente coraje para asumir el yerro y apechar con el castigo merecido.
En este país no asquea ya tanto chorizo encorbatado sino tanta miseria moral de tanto cobarde agazapado tras las faldas de su letrado defensor de lo indefendible. Esto apesta a pícaro sin escrúpulos, a mierda sin dignidad, a mangante listillo, a bellaco despreciable, cierto, pero lo más irrespirable son los sulfurosos efluvios que despiden esos embusteros diabólicamente perseverantes en el error de no reconocerlo cuando son descubiertos.