Una de las obsesiones de nuestro paternalista Estado es que sus súbditos no se lesionen o enfermen. En su afán hiperprotector, las autoridades decretan leyes que limitan la libertad individual y castigan a esos ciudadanos incapaces de cuidarse por sí mismos que no se sometan a la imposición de medidas tan filantrópicas como el cinturón de seguridad, la alcoholemia o la prohibición de fumar. Otras veces la Administración no veda o amenaza sino que amedrenta con medidas preventivas o de diagnóstico precoz a través de costosas campañas informativas y cribados masivos destinados a reducir la morbimortalidad de algunas enfermedades, reales o imaginarias. El celo con que la autoridad civil, sus agentes y su aparato represor pretenden protegernos de nosotros mismos a base de radares, controles, aplastamientos mamarios o escudriños fecales, se contradice de modo flagrante con la permisividad e incluso complacencia oficial ante actividades humanas causantes de auténticas epidemias traumáticas.
Imaginen un accidente callejero en el que decenas de personas sufren contusiones y heridas, algunas de gravedad y potencialmente mortales, en menos de tres minutos. Los titulares, sin exagerar, hablarían de “trágico suceso”, ¿no? Pues ahora supongan que al día siguiente, a la misma hora y en la misma calle, la infausta situación se repite pero con más heridos todavía como consecuencia de una circunstancia «angustiosa y dramática» añadida. Descartada la casualidad, los medios, las fuerza sociales y la opinión ciudadana se movilizarían pidiendo explicaciones y exigiendo responsabilidades. No quiero ni pensar lo que pasaría si al otro día se repitiese la desgracia, y al otro, y así hasta ocho seguidos, con un total de mil heridos, decenas de ellos muy graves e incluso algún muerto, producidos en el mismo callejón de la misma ciudad y en algo más de media hora. ¿Acaso no se dispararía la «alarma social», se acusaría al Ayuntamiento o a la policía de negligencia o ineptitud, se exigirían dimisiones y se interpondrían denuncias? Pues es exactamente lo que sucede año tras año durante esas demenciales carreras de bóvidos atrapados en una turba de dos mil temerarios que se celebran en Pamplona en honor a su legendario protoobispo. La policía, mientras tanto, empleada en cosas como sancionar a motoristas inconscientes del riesgo lesivo que arrostran desplazándose sin casco, y las autoridades sanitarias empeñadas en mantener a raya la tasa de colesterol de los corneados que saturan las urgencias hospitalarias. Y es que ni siquiera en esta hipermedicalizada sociedad «la Salud es lo primero». Antes está la Fiesta, por absurda, primitiva y cruenta que sea.