En un año tan reciente como 1950 el papa Pío XII publicó la bula que elevó a dogma de la fe católica la hasta entonces tradición de que «la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Respeto sinceramente a quienes lo crean, pero no puedo aceptar que por eso hoy sea un día tan festivo en España que hasta en el Goierri y en el Empordá lo celebran. Y no porque «la Virgen de agosto» no se haya adelantado al lunes, como prometió Rajoy en el debate de su investidura, para ir acabando con esa modalidad de holgar tan española que son los puentes. Es que me gustaría que el país donde vivo fuese laico, pero el Estado que lo administra no lo es.
La Constitución de 1978, tan avanzada en muchos aspectos y hasta temeraria en otros como la organización territorial, no se atrevió a añadir en su primer Artículo el calificativo «laico» a «social y democrático de Derecho» refiriéndose a un Estado español ambiguamente declarado «aconfesional». Y aunque el Artículo 16º proclama que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», la realidad lo desmiente: el gobierno de la nación (éste y el anterior) jura su cargo sobre un ejemplar de la Biblia y ante un crucifijo, diez de los catorce días festivos anuales son de carácter religioso, no hay procesión sin presidencia de la autoridad civil o militar y, sin ir más lejos, el Día de La Rioja se celebra en el patio de un monasterio y el acto culminante de la Fiesta de la Vendimia es la ofrenda presidencial del primer mosto a la imagen de la advocación mariana regional. Son ejemplos de signos externos, sin ánimo de meterme en berenjenales como el Concordato, la asignatura de religión o el patrimonio, la financiación o la fiscalidad de la Iglesia católica española.
Reitero mi respeto a la confesión oficialmente mayoritaria en mi país (aunque el número de católicos practicantes sea minoritario y en continuo descenso), pero opino que nuestra sociedad civil, sus representantes y sus instituciones deberían desprenderse de una vez de la presunta religiosidad, cultura católica más bien, que empapa nuestra vida como el vino generoso al bizcocho borracho. Y no lo pedimos sólo los súbditos irreligiosos: el mismísimo Jorge Mario Bergoglio acaba de reivindicar la laicidad del Estado durante su estancia en Brasil. Pues lo tiene claro en esta España de saeta y romería, pasos con escolta armada y abrazos al señor Santiago, bendición de instalaciones, funerales de Estado y santos, santas, cristos y vírgenes como pretextos para la vacación o el desmadre, donde cristianos no sé pero papistas más que el papa.