El año pasado al Ayuntamiento de Logroño se le ocurrió instalar en el parque de La Grajera una exhibición permanente de «animales domésticos autóctonos», a medio camino entre el zoológico y la granja. La idea era interrelacionar el campo y la ciudad trasladando a un parque urbano una muestra de las especies habituales en el mundo rural riojano «que muchos niños no han llegado a ver al natural». La minigranja y su mantenimiento se llevarían a cabo «con recursos propios», y en concreto se pensó en albergar dos o tres gallinas, cabras, ovejas, burros y cerdos e incluso alguna vaca, en casetas valladas ante las que los visitantes pasarían viendo a los ejemplares. Hace unos días, bajo el titular «la granja de La Grajera toma forma˝, este diario publicó una foto que mostraba ya los espacios delimitados por vallas que ocuparán los animales en esta especie de arca de Noé desparramada y más bien cutre.
La verdad es que, en estos tecnológicos tiempos de internet, videojuegos, documentales televisivos, apps y demás información superabundante desde la más tierna edad, parece poco probable que un niño se emocione visitando un corral diseñado para contemplar de cerca de una oveja, un pollino o un cerdo. Seguro que disfrutarían viendo chimpancés, focas, leones o pandas. Pero, ¿una cabra?, ¿un gallo?, ¿una burra? No sé, a lo mejor resulta un éxito, pero, ya que la infraestructura está lista, me permito proponer un fin más original y didáctico, respetando las premisas que animaron su realización: fauna autóctona, ejemplares domésticos y recursos propios, pero utilizando diversas clases de riojanos zoomorfos. En lugar de marranos, por ejemplo, mostraría una piara de devoradores de telebasura mezclados con emporcadores de aceras, parques y demás lugares públicos; en vez de burros colocaría una reata de atropellapeatones en pasos de cebra; en la jaula de los depredadores nocturnos introduciría a una panda de trasnochadores en fiestas del pueblo que sea; en el espacio destinado a gallinero metería a un par de canis acechando a las pollas en la penumbra discotequera, el redil de los borregos lo petaría de moviladictos intercambiándose compulsivamente guasaps a centímetros de distancia y la parcela de cérvidos la ocuparía con un rebaño de botelloneros en plena berrea nocturna. Cada recinto del animalario proyectaría un video sobre las costumbres y andanzas de la subespecie en cuestión y sobre la puerta de acceso al parque, un vistoso letrero recibiría a los pequeños visitantes con la paráfrasis «Esto sois y en esto os convertiréis». No todos, claro. Algunos leerán.