Aunque no se tenga ningún derecho a lo que se reclame, toda reivindicación es aceptable siempre que respete las reglas de juego establecidas para intentar conseguirlo. Me parece estupendo, por ejemplo, que un trabajador aspire a jubilarse a los 45 con el 150% del sueldo. O que un sin techo exija a su Ayuntamiento expropie un piso vacío y se lo regale. O que un setentón harto de la parienta la repudie para caer en brazos de Marisa Miller, pongamos. O, puestos a pedir, que un leridano pretenda la independencia de Cataluña para integrarse en Europa como nuevo estado soberano. La fantasía no sólo es inherente al ser humano sino necesaria para sobrellevar realidades tan insoportables como trabajar a los 65, vivir con los padres, acostarse con una cacatúa o pertenecer a una nación llamada España. Imaginar otras vidas, realidades, suertes o situaciones mejores o al menos diferentes nos ayuda a superar la realidad de las miserias cotidianas. Lo malo comienza cuando llegamos a creernos que la ficción que anhelamos no sólo es factible sino un derecho irrenunciable. Entonces algo tan natural, reconfortante y reparador como un sueño se convierte en una pulsión patológica. Cuando el anhelo deriva en frustración que, si no se supera, degenera en irritación y a la postre, ya lo verán, en violencia. Cuando la ilusión se convierte en delirio, la quimera en alucinación y la utopía en paranoia. Los psiquiatras reconocen en la fantasía llevada al extremo un trastorno narcisista de la personalidad; según esto, a los catalanes que padecen ideas tan delirantes como que Cataluña perdió su independencia en 1714 y que únicamente los españoles que viven en esa Comunidad Autónoma presidida por un funcionario del Estado español tienen derecho a decidir volver a serlo, no podemos calificarlos de secesionistas, separatistas o nacionalistas sino sencillamente de ingenuos ignorantes manipulados por irresponsables politicastros sin escrúpulos o, en el peor de los casos, de perturbados. El veto del ayuntamiento barcelonés a rodar una escena de la serie de TVE Isabel en el Museo de Historia “para no confundir ficción y realidad” es coherente con la falsificación histórica nacionalista, pues la intolerable realidad es que en el siglo XV la ciudad pertenecía al reino de Aragón, y su ficción que Catalunya ya era una nación independiente. Así que, para combatir esta epidemia de insensatez y estupidez que arrasan el Principado, además de expertos en Historia o en Derecho Constitucional haría falta un ejército, pero de psicoterapeutas. Aunque seguro que no es posible porque, igual que los sueños, los cuartos, las libertades y los derechos, la aborrecida España se los roba mientras arroja guijarros a la idílica fontana en cuyo prístino espejo el bello Narcís se autocontempla.