Cuando hace unos días tuve la suerte de volver al Met (teatro de ópera de Nueva York), lo primero que hice sin detenerme ante los magníficos murales de Chagall que decoran el vestíbulo y antes de visitar su maravillosa tienda o de contemplar con la admiración de la primera vez el magnífico auditorio, fue dirigirme a los aseos. Más que por necesidad, porque fue allí donde hace bastantes años, durante el intermedio de un drama musical, tuvo lugar el encuentro con alguien más intensamente grato como fugazmente promiscuo de mi vida. No piensen mal, un acto wagneriano basta para rellenar la vejiga a reventar, así que mientras experimentaba el más casto de los placeres infraumbilicales alguien ocupó el mingitorio contiguo. No está bien mirar la cara de tus vecinos de micción (y tres palmos más abajo no digamos) pero una irresistible atracción magnética me giró el cuello y allí estaba, en carne mortal, el músico vivo a quien más admiro (o sea el ser humano al que más admiro), el ex niño prodigio elogiado por Furtwängler, el excepcional pianista que ha grabado tres veces las treinta y dos sonatas de Beethoven, el maestro capaz de dirigir las diez óperas de Wagner sin partitura en catorce días, el judío cofundador de una orquesta de palestinos e israelíes que logró romper el fanático veto antiwagneriano en Israel, posiblemente el artista más relevante de la actualidad, en definitiva, Daniel Barenboim, que asistía como espectador a la representación.
A propósito de la concesión del premio «Prestigio Rioja» a celebridades como Vargas Llosa o Plácido Domingo escribí que hay dos clases de premios, los que tocan y los que reconocen, y de estos los que prestigian a los premiados y los que se prestigian gracias a ellos. La concesión del doctorado honoris causa de la Universidad de La Rioja a Barenboim pertenece a la segunda categoría, pero que un personaje de renombre mundial tan colmado de honores y premios lo haya aceptado es un enorme acierto de la UR que colma mi aprecio a este excepcional músico capaz de convertir en lugar de culto los aseos de un teatro. Bueno, quizás haya exagerado un poco y mi ídolo musical y yo no nos aliviáramos casi codo con codo, pero juro por Wotan que aquella tarde coincidimos en los lujosos urinarios del Met. Es que la devoción excesiva puede causar alucinaciones. A otros se les aparecen arcángeles en descampados o vírgenes en covachas.
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