Junto con insolidario, machista, xenófobo, corrupto, homófobo y fascista, una de las peores cosas que te pueden llamar en esta hipócrita sociedad melifluo-idílico-buenista que padecemos es «racista». Pero el racismo se define como una ideología que defiende la superioridad de una raza frente a las demás, algo insostenible dado que en la especie homo sapiens sólo existe una raza, la humana. Así que, paradójicamente, son racistas quienes acusan a otros de serlo, pues están admitiendo la existencia de varias razas en el género humano. Más aceptable es el concepto de xenofobia como rechazo a los extranjeros, es decir, a quienes son o vienen de un país distinto. Pero, si bien existen fronteras (que algunos retrógrados se empeñan en ampliar), más que naciones, etnias o individuos, delimitan distintos niveles del bienestar o malestar imperante en los territorios donde les tocó en suerte nacer. Aunque por aquí ya nos vamos acostumbrado a convivir con personas venidas de otros continentes con distintas lenguas, religiones y culturas, estamos lejos de considerarlo «normal». Hay que darse una vuelta por Manhattan, por ejemplo, para comprender qué es eso de la aldea global. En aquella sociedad es impensable que cuando se comete un brutal asesinato las autoridades del barrio se apresuren a aclarar que los presuntos homicidas «son estadounidenses», para tranquilizar a la opinión pública. O que, para inspirar confianza, una buscadora de trabajos caseros se ofrezca en las farolas como «persona seria, responsable y norteamericana». En España, sin embargo, acreditar la condición de cristiano viejo ha sido un requisito para acceder a cualquier puesto desde los Reyes Católicos. Aclarar que los criminales que han turbado la paz ciudadana son tan españoles como las personas que se ofrecen para cuidar niños o ancianos demuestra que estamos lejos de conseguir la plena aceptación social de los españoles que provienen de otros países, sobre todo asiáticos, africanos y sudamericanos. Ahora me dirán que en los Estados Unidos la normalización de su masivo fenómeno inmigrante se ha conseguido tras varias generaciones, y que aquí vamos por la primera. Pero el argumento se refuta recordando que las «personas de etnia gitana», antes gitanos, llegaron a España en 1415 y que seis siglos después continúan desintegrados, cuestión sobre la que planea siempre la acusación de racismo. Pero está por dilucidar cuál de los dos pueblos es el racista: el payo o el gitano.
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