Aunque sabemos que cada día que amanece el número de tontos crece, y que «tontos son todos los que lo parecen y la mitad de los que no» (Gracián), la estulticia nacional está alcanzado niveles alarmantes. El nuevo síntoma de la sociopatía degenerativa que afecta a la llamada sociedad española, antes la gente, es esta falacia del «derecho a decidir». Un embuste manipulador que se extiende de modo insidioso contaminando el llamado tejido social, antes el personal, cual devastadora epidemia de origen desconocido sin vacuna ni remedio. La culpa, cómo no, la tienen los políticos, pero sería injusto generalizar, pues esta vez los gérmenes morbíficos son los nacionalistas no españolistas y los situados a la izquierda de «Socialistas», antes el PSOE. La demagógica trola que pretenden vendernos es que la esencia de la democracia es la denominada «voluntad popular», cuyo carácter sagrado exige su acatamiento sin trabas, naturalmente antidemocráticas.
En la mitad de los españoles a la que se refirió Gracián, exigentes de todos los derechos imaginables pero reacios a cualquier obligación real, el mensaje está prendiendo como la semilla en el fiemo. Pero convendría aclarar que, en este contexto, «voluntad» significa deseo y que «decidir» sólo significa tomar una determinación no vinculante sobre un asunto, conque la voluntad es la capacidad humana para decidir con libertad lo que se desea y lo que no.
Mas, a pesar del «querer es poder», la distancia entre lo deseado y lo posible puede ser insalvable. Después de una vida laboral obscenamente larga y dura, por ejemplo, uno podrá decidir que está harto y desear jubilarse, pero si no reúne los requisitos deberá sujetarse el deseo y tragarse la decisión. En el ámbito colectivo, varios súbditos del reino de España residentes en determinada comunidad autónoma podrán decidir que no desean ser españoles, pero existen unas reglas de juego supremas llamadas leyes en virtud de las cuales quien decida no vivir en este país lo único que puede hacer es largarse.
Cuando de niños alborotábamos más de la cuenta en los banquetes familiares, algún padre o tío acababa decidiendo que ya era suficiente y expresando con un bocinazo su voluntad de que parásemos quietos. Y entonces el abuelo Enrique, imperturbable, musitaba mordiendo el puro: «¿Y poder?». Pues eso.
(el-bisturi.com)