Cuando, un amanecer más, ella bajó a reabrir la cocina entre bostezos tras otra noche de asfixiantes sofocos, se lo encontró sentado, sin afeitar y en pijama, absorto ante una taza enfriada de café descafeinado con leche desnatada y sacarina. Comprobó el retraso en el reloj del horno y le tocó la frente, pero él le apartó la mano y la invitó a sentarse, pues no faltaba al trabajo por encontrarse mal. Ella suspendió el aliento, tragó saliva y escrutó su mirada. Parecía serena, pero eso la intranquilizó más todavía. Se atusó la greña teñida y cruzó los brazos, ansiosa de explicación. Él despegó al fin los labios pero le falló el coraje y lo disimuló metiéndose las pastillas para la tensión y el colesterol. Ella remiró el reloj y carraspeó. Se necesitaba valor para decirlo, y él llevaba semanas intentándolo, pero de aquella nebulosa mañana no pasaría.
Había llegado el momento de comunicar a su mujer desde hacía veinte años que hasta ahí había llegado. Que no soportaría otra jornada perdida de la vida haciendo mala sangre en una oficina que aborrecía, condenado a un infierno de mala baba y mezquindad donde cada día se abrasaba un poco más a cambio de un sueldo justito para malvivir y pagar aquella celda de colmena arrabalera a una hora de metro por la que habían hipotecado su existencia. Que, cumplidos los cincuenta, cualquier día le daría un infarto, o le saldría un cáncer, a pesar de haberse quitado de fumar, beber y comer lo que más le gustaba. En definitiva, que no merecía la pena vivir de ese modo la única vida en la que creía. Así que había decidido provocar su despido, vender el adosado y largarse a Sudamérica, donde le habían asegurado que con ese dinero vivirían como reyes en una hacienda que recorrerían cabalgando juntos al atardecer. No estaba loco, ni soñaba despierto. Iba en serio. Estaba harto.
Estaba a punto de soltarlo cuando, creyendo comprender, la mujer tomó su mano y con una suave presión le agradeció el detalle de pedir permiso para acompañarla al resultado de la biopsia. «Eso es que todavía me quieres», susurró aliviada, y él, que ni lo sabía, intentó colar como sonrisa una mueca de resignación. «Otro día», suspiró mientras recalentaba su brebaje en el microondas. Al menos le darían un justificante para el curro.
Quizá fuese cierto que aún la quería.
(el-bisturi.com)