La infección por el virus Ébola de una sanitaria ha desencadenado una bochornosa tormenta de lo que mejor sabemos hacer los españoles cuando nos cae encima una desgracia: culpar a otros de provocarla y utilizarlo como bienvenida nueva arma arrojadiza contra la trinchera opuesta. El personal de los hospitales involucrados denuncia a sus gestores, técnicos y políticos; el consejero de Sanidad acusa de modo indecente a la auxiliar de su contagio; arrecia la matraca blanca de que los recortes matan y, a meses de elecciones, la opinión pública y publicada y la oposición agitan el cotarro pidiendo «responsabilidades». En especial, el PSOE que nos puso a la ministra de Sanidad más impresentable de la democracia (eso es no ver la Pajín en el ojo propio) pide la cabeza de Mato (anda que menudo apellido para el cargo) acusándola de ineptitud, condición previa a esta crisis que no habían denunciado, y todo por no dejar hablar desde el principio a los que saben.
A mi juicio, el error garrafal originario de este marronazo fue repatriar a un enfermo sin posibilidad de salvación, provocando un grave problema de salud pública en un país a cuyo excelente sistema sanitario cogió desprevenido una enfermedad infecciosa desconocida, sin vacuna ni tratamiento, poco contagiosa pero de altísima mortalidad. La grave irresponsabilidad no ha consistido en no poder evitar un contagio de imposible riesgo cero, sino, sabiéndolo, inocular temerariamente esta temible fiebre hemorrágica en España.
El gobierno ha justificado la repatriación por «dignidad». O sea, (1) porque lo han hecho países de la élite mundial con la que han querido equipararnos mediante un acto publicitario de repercusión internacional que nos proporcionase prestigio como potencia y (2) como obligación humanitaria del Estado hacia uno de sus ciudadanos, dedicado a hacer el bien a sus semejantes, al que no se podía abandonar a su suerte; se ve que sí se podía antes de contagiarse (y si usted se rompe la crisma o pilla el dengue haciendo turismo por el Tercer Mundo no espere que el Gobierno flete un avión para repatriarlo). Hubiera sido preferible enviar recursos sanitarios al hospital donde el religioso médico realizaba su admirable trabajo para asistirlo y, de paso, ayudar a sus pacientes en lugar de abandonarlos a su suerte. Por desgracia hubiera fallecido igual y nos hubiésemos evitado contagio, crisis sanitaria, bronca política, histeria colectiva (alarma social es poco), recelo internacional y, lo peor de todo, el sacrificio de un perro que ha indignado más que los miles de africanos que mueren y seguirán muriendo de Ébola tirados en las calles como perros. ¿Qué dignidad?