El jueves pasado comentaba las consecuencias insalubres de excretar las aguas mayores sentado y hoy me referiré a los inconvenientes de expulsar las menores de pie, facultad exclusiva del varón gracias a la práctica manguerilla flexible multiuso de fácil extracción y escamoteo que le desagua el depósito.
En los servicios de cualquier establecimiento con afluencia de público se repite idéntica escena: retenciones en el de señoras y tráfico fluido en el de caballeros. La razón es obvia: las mujeres orinan sentadas y en la intimidad pero los hombres pueden hacerlo de pie y en grupo ante una batería de inodoros de pared, de modo que mientras una dama hace pipí mea un número de señores dependiente del goteo promedio del pelotón.
El caso es que, al contrario que en la evacuación rectal, parece que en la vesical la postura más fisiológica y efectiva es la sedente. Pero este no parece ser el motivo sino el pretexto de ciertas campañas lanzadas en países europeos más civilizados para conseguir que los varones orinen sentados en los servicios públicos. En Alemania se ha instalado bajo la tapa del inodoro un dispositivo avisador con forma de simpático fantasmita que al levantarla emite un mensaje invitando a los hombres a «sentarse en el trono», con el fin de evitar los desagradables charcos y salpicaduras que dejan algunos meones con peor educación que puntería. En Suecia se ha ido más lejos: esgrimiendo supuestas ventajas para la próstata, el minoritario Vänsterpartiet (Partido de la Izquierda), de ideología comunista-feminista, propuso en 2012 obligar por norma a los varones a orinar sentados, eliminando la separación de urinarios por sexo y los mingitorios de pared. Pero muchos suecos vieron en la propuesta una «conjura feminista castradora para someter la masculinidad», aunque tan llamativa hipótesis se limitara a erradicar la varonil micción en bipedestación que, según el colectivo sueco que logró retirar los meaderos de pared de la Universidad de Estocolmo, resultaba «degradante para la mujer».
Además de intolerables intromisiones en la intimidad de las personas, estas ocurrencias igualitaristas –más propias del marxismo de Groucho– son absurdas, porque una vez encerrado en su retrete unisex nadie podrá evitar que el tipo se alivie mirando al tendido, en horcajadas o a la remanguillé. El único deber exigible al usuario de un váter comunitario es abandonarlo tan limpio como lo halló. Eso sí, la implantación obligatoria del servicio mixto sublimaría el viejo conflicto freudiano de la envidia femenina del pene, implantando la cola para todos. Aunque sea la de esperar.