En la historia de España pocos personajes han pasado de serlo todo a no ser nada como el general Espartero. Salvo en Logroño, donde vivió los últimos años de su vida retirado de la convulsa vida política española del siglo XIX, el recuerdo del espadón liberal se ha borrado en la memoria de una nación que lo idolatró y elevó a la categoría de mito viviente. Aquí siempre se han valorado más la valentía que la capacidad, la audacia que la inteligencia o, dicho llanamente, los cojones que las razones. Y don Baldomero fue un militar con un par mejor puesto aún que el de su célebre caballo. Sus temerarias cargas a la bayoneta aterrorizaban al enemigo, fue herido ocho veces y en la batalla más famosa de la carlistada, Luchana, se los sujetó en plena cistitis, atacó, ganó y se convirtió de por vida en un héroe nacional cuyo retrato presidía las barracas de los pobres y las barricadas de los sublevados cual estampa laica del «general del pueblo».
Tras haberlo sido todo, digo, (ministro, presidente, virrey, regente), el prestigioso militar mal metido a político colmado de honores (Conde, dos veces Duque y hasta Príncipe con tratamiento de Alteza Real), el hijo de carretero manchego que declinó la corona de España se retiró a cultivar su huerto en la Fombera hasta su muerte. Pero seguía siendo un oráculo cuya opinión ante los acontecimientos importaba y en cada nuevo terremoto político que sacudía a España el viejo general soltaba su famosa sentencia lapidaria: «Cúmplase la voluntad nacional». ¿Que al fin se echaba de España a los Borbones?: «Cúmplase la voluntad nacional». ¿Que sentaban en el trono de San Fernando a un príncipe italiano?: «Cúmplase la voluntad nacional». ¿Que renunciaba y se proclamaba la República?: «Cúmplase la voluntad nacional». ¿Que se restauraba la monarquía en el hijo de la destronada?: «Cúmplase la voluntad nacional».
Así invocada, la voluntad nacional esparterista no debe interpretarse en modernos términos democráticos (la decisión de la mayoría) sino como la rendición de un viejo luchador desengañado ante esos incontenibles movimientos populares espontáneos o dirigidos que desencadenan cambios drásticos inevitables. Como una resignación ante la fatalidad de un destino tan ineludible como aciago. Seguramente hubiera sentenciado lo mismo ante la proclamación de la II República, la instauración de la monarquía parlamentaria o la reelección de Zapatero. Imagino a don Baldomero, morisca en mano, callando su verdadera y muy riojana respuesta al nuevo cambio («A mí que chorra me importa ya») mientras entonaba su machacona jaculatoria.
Pues bien, parece que este año la temible «voluntad nacional» se va a cumplir mucho, con el agravante de que ya no hay una sola sino varias.