Llevábamos seis meses atrapados en el bucle casa-trabajo-casa y decidimos aprovechar el acueducto riojano tendido sobre dos pilares festivos para montarnos una escapada a dos islas canarias: la verde La Palma, tierra de volcanes y barrancos, y la desértica Fuerteventura, malpaís de cabras y destierros. La «isla bonita» es para pateársela por rutas volcánicas, bosques de laurisilva y sobrecogedores barrancos. Con pocas playas, de arena negra, La Palma carece de atractivo para quienes buscan resort y tumbona pero es un paraíso para los amantes del senderismo, la soledad, el silencio y las estrellas. Un lugar adonde volver.
La cosa cambió con el salto a la isla majorera. El único atractivo de este «pedazo de África sahárica lanzado en el Atlántico» (Unamuno) son sus magníficas playas al abrigo de sotavento, así que su turismo es de hotelazos «todo incluido» para extranjeros que no paran de beber y combatir el aburrimiento con ruidosas actividades entre excesos de bufé. Era lo esperado, pero en la cala del hotel descubrimos algo nuevo: el geronudismo, una práctica tolerada de exhibicionismo senil. Viejos pellejudos como sanjerónimos sin taparrabos y gracias de Rubens septuagenarias ostentando su ruina física entre parejitas, matrimonios y familias con niños provistos de sus decorosos bañadores, impasibles ante el esperpéntico espectáculo del mundo al revés. La visión de aquellos ancianos impúdicos paseando sus flácidos colgajos por la arena ya era un atentado estético, pero fue la exposición de sus miserias escrotovulvares despatarradas en las hamacas contiguas lo que me quitó las ganas de comer papas arrugás y vieja (pescado local).
Pero volar es sufrir y lo malo de verdad llegó cuando supimos que los maleteros de Ryanair estaban en huelga, lo que significaba regresar a la península en el vuelo previsto pero sin la maleta por cuya facturación, para más recochineo, te soplan 35 eurazos. La solución a tan absurda papeleta (usted embarca pero su maleta se queda) fue lograr in extremis mandarla a casa como paquete por Correos. La guinda del viaje la pondría en la cola del embarque el clásico soplagaitas que te increpa como si fueras a despegar antes que él o a dejarlo sin asiento.
Una vez en casa, cansado y ligero de equipaje, te cuestionas la validez de la pena para acabar reafirmándote en que lo mejor de las escapadas, y no digamos en avión, es reincorporarse al bendito bucle doméstico-laboral, rutinario pero a salvo de vergüenzas caducadas, maleteros cabreados y tocahuevos sin causa. Cuesta otros seis meses olvidarlo.