Aunque España esté en la cabeza del ranking mundial por desarrollo y bienestar seguro que no es el mejor país del mundo. Pero es un gran país, con un patrimonio histórico, monumental, cultural, paisajístico, costumbrista y gastronómico excepcional que por algo atraerá a más visitantes que ninguno. Aunque, confieso, a veces preferiría ser súbdito francés, alemán o sueco, pero nunca me exiliaría por el país o el paisaje sino por el paisanaje. Lo peor de España es el ancestral cainismo autodestructivo de los españoles que cada equis décadas desencadena un rebrote del trastorno bipolar crónico de las dos Españas: absolutistas contra liberales, isabelinos contra carlistas, borbónicos contra austracistas, progresistas contra moderados, monárquicos contra republicanos, comunistas contra fascistas, izquierda contra derecha y, en fin, «soberanistas», o sea partidarios de desgajar unilateralmente una parte de España cargándose todo el país, contra quienes deseamos no ya que esta nación pentasecular conserve su integridad sino que continúe siendo un Estado de Derecho. Es decir, que se sigan respetando las reglas del juego democrático y que quienes las defendemos no permanezcamos inmóviles e inermes como dontancredos ante la rabiosa embestida contra la legalidad institucional de una banda de politicastros sinvergüenzas y desleales, catalanes en este caso, en la huida hacia delante de su incompetencia como gobernantes llevándose por delante a una masa de ilusos engañados con el espejismo de una Arcadia catalana independiente.

Frente al intolerable desafío independentista de esta banda, insisto, («conjunto de delincuentes que operan de manera organizada») ya no cabe más debilidad de un Estado que sólo sabe oponer «la legalidad vigente» a quienes llevan años incumpliéndola impunemente. Ni artículo 155 ni gaitas. A grandes males grandes remedios, y la única forma de evitar que el parlamentito de una comunidad autónoma declare porque sí la independencia de un territorio español sería defenderse de la insurrección secesionista utilizando sus propias armas. En este caso, que las próximas elecciones generales también fuesen plebiscitarias y los partidos defensores de la integridad = supervivencia de España acordaran incluir en sus programas un referéndum que proponga la abolición del Título VIII de la Constitución, es decir, la desaparición de todos los estatutos de autonomía, auténtico origen del actual problema catalán, entre otros tan graves o más, y de los que vendrán. Muerto el perro, se acabó la rabia. Y si no hubiera agallas para convocarlo o ganara el no, pues nada, «cúmplase la voluntad nacional» que diría don Baldomero, o sea España a tomar por saco y pelillos a la mar.