Se estima que cada pocos segundos muere un niño por desnutrición, de manera que anualmente año millones de niños, repito, millones, perecen por recibir una alimentación deficiente y escasa. Esta inmensa tragedia es de sobra conocida en los países donde tiramos al contenedor un tercio de los alimentos que producimos, cantidad suficiente para alimentar a los 180 millones de pequeños que padecen hambre en este repugnante planeta merecedor de un Armagedón que acabase a la vez con el injusto sufrimiento de los miserables y la indiferencia culpable de los opulentos. Pero estamos tan acostumbrados a esta intolerable situación que ya no nos conmueve la imagen del anónimo negrito cadavérico comido por los tábanos aferrado a un colgajo mamario exprimido hasta el vacío, porque es una estampa africana tan típica como el contraluz de un elefante junto a una acacia en el ocaso de la sabana.
En cambio una sola fotografía, la del cadáver del pequeño sirio tendido en la playa, ha conseguido conmover los corazones endurecidos, agitar las conciencias anestesiadas y atragantar los estómagos repletos de los occidentales. ¿Por qué? Según la teoría schoppenhaueriana de la compasión, sentir el sufrimiento ajeno como propio en realidad es autocompasión. Así, cuando nos conmovemos ante la imagen de Aylan en realidad sentimos compasión de nosotros mismos, una «compasión que vuelve a su punto de partida», porque en el niño muerto en la playa descubrimos el trágico destino de la Humanidad, nuestro propio destino en definitiva. Pero con un matiz importante, porque los occidentales nunca consideraremos pertenecientes a nuestra Humanidad a ninguno de los miles de niños africanos que hoy, como todos los días, morirán de hambre. Pero cuando contemplamos la foto de Aylan lo que nos estremece es imaginar en su lugar a nuestro propio hijito, sobrinito o nietito muerto, porque era un niño blanco vestido como ellos que tenía un nombre, estaba bien nutrido y yacía boca abajo, propiciando así la fantasía autocompasiva de ponerle al cuerpecito una cara de los nuestros. De su hermanito de cinco años y otros tres niños ahogados en el mismo naufragio nadie se acuerda ni compadece, porque no salen en la foto.
Ahora todo son indignaciones, misericordias y homenajes sensibleros al pobrecito niño sirio ahogado como el del presunto artista que le ha puesto una rosa en la mano y unas alitas al cadáver de Aylan, al que dedicaría aquel bolero de Machín:
Siempre que pintas iglesias
pintas angelitos bellos
pero nunca te acordaste
de pintar un ángel negro