La montaña es el lugar ideal para un misántropo que ame la naturaleza. A las bellezas que brinda una buena ascensión entre bosques, praderas y roquedos, recompensada con espléndidas vistas desde la cumbre –cuya conquista proporciona, además, la satisfacción de alcanzar una meta con esfuerzo– se une el íntimo y puede que anómalo placer de no ver ni a Dios. Cuando más alto tires y más penosa sea la subida con menos congéneres te toparás, pero en horas de caminata por las alturas siempre acabas tropezándote con algún trotamontes solitario, y entonces el saludo es tan ineludible como breve, mínimo incluso, pero cordial y a los ojos. Un «buenos días», un «hola», un interjectivo «¡aupa!» o una simple elevación de cejas son suficientes como deseo de ánimo y expresión mutua de la camaradería que une a quienes comparten una afición tan minoritaria como escalar cimas. Lo mismo sucede en el senderismo, los paseos por el campo o el ciclismo. En todos los casos el saludo quizá sea un reconocimiento de pertenencia grupal, de que «este es de los míos».
Ahora imaginemos que sin despuntar la mañana nos dirigimos al trabajo por una acera desierta de la ciudad y se nos acerca de frente otro madrugador paseando o también camino de su curro. Bien pudiera ser el mismo montañero desconocido con el que un día nos cruzamos en un nevero pirenaico o el paseante o ciclista solitario que la otra tarde bajaba por el soto del Iregua que remontábamos. En todo caso se trata de otro ser humano solitario arrastrando por la calle una existencia que por un instante rozará la nuestra. Ambos compartiremos seguramente problemas parecidos, semejante afán de supervivencia, la misma preocupación por el futuro y, sobre todo, idéntico trágico destino de una muerte segura en fecha desconocida. Es mucho más que la afición al trekking, la bici o el senderismo. Sin embargo, en este cruce urbano de vidas paralelas nunca se produce no ya un saludo sino la menor muestra de ánimo o simpatía (palabra que significa «sufrir con») ante la dura tarea que les espera un día más a los dos camaradas de la vida cotidiana. Ni un buenos días. Ni un hola. Ni una mirada a los ojos. Ni una subida de cejas. Ni un ¡aupa! siquiera. Nada.
Resulta curioso que los lugares con más humanos sean los más deshumanizados y viceversa. Y también que al conjunto de educación, buenos modales y respeto a los demás lo llamemos urbanidad, cuando es justamente en las urbes donde cobra más sentido la célebre sentencia de Plauto: «Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro».
Salud, camaradas. Lo demás no importa.