El Diccionario de la Real Academia Española contiene una definición de la palabra «cocinillas» –o «cocinilla»– que me regocija sólo de pensar en la reacción que provocaría en el lobby feminista si les diese por hojear el diccionario de vez en cuando. La última edición, que no es ni la «veintitrés» ni la «veintitresava» sino la vigésima tercera, reza así: «Hombre que se entromete en las tareas domésticas, especialmente en las de cocina». Me encanta, lo siento. La cosa tiene su miga porque la Academia podía haber definido, por ejemplo, «término despectivo y machista aplicado al hombre que comparte las tareas domésticas con la mujer», dando a entender que en las parejas heterosexuales es como debe ser. En cambio, sanciona que asumir un tío tareas culinarias sea meterse donde no le llaman. Y este anticuado concepto no pertenece a un diccionario de hace décadas: la 23ª edición vio la luz en 2014. Pero la definición de «cocinilla» de la 22ª (2001) era más tajante todavía: «Hombre que se entromete en cosas, especialmente domésticas, que no son de su incumbencia». Durante esos trece años se incorporaron a la Academia autoridades como Margarita Salas, Arturo Pérez-Reverte, Javier Marías o Soledad Puértolas, que podían haber hecho algo más que retocar esta visión ya socialmente inaceptable, pues aunque se eliminó «que no son de su incumbencia» persiste el concepto de intromisión varonil, no ya en otras cosas impropias de su sexo sino directamente en la cocina.
Miren, será todo lo gilipolíticamente incorrecto que se quiera, pero la cocina ha sido toda la vida un terreno de pleno dominio femenino. Con raras excepciones, las mejores y más profesionales cocineras (aunque sin reconocimiento, fama ni sueldo) han sido nuestras abuelas, madres, suegras, hermanas y esposas. O no. Sin embargo, la práctica totalidad de los gurús de los fogones consagrados hoy como nuevos ídolos de la gente, los cocineros estrella, son señores. Los niños ya no quieren ser maestros, médicos, ingenieros ni siquiera futbolistas, sino cocineros, héroes admirados de la épica digestiva y respetados oficiantes de la moderna religión de una sociedad hedonista cuyo credo se reduce al carpe diem: la gastronomía. Es difícil poner la tele, ojear una revista o leer el periódico sin que aparezca un chef impoluto dando el último toque a su plato más sofisticado todavía en lo que parece más un laboratorio de I+D o un estudio de arte y diseño que una cocina. Pero nunca se les ve estirando la cartera en el mercado, trajinando la compra, recogiendo la mesa, vaciando los platos, reciclando sobras, lavoteando cacharros o fregando el suelo. ¿Acaso serán estas las tareas en las que un varón no debe inmiscuirse si no quiere que lo tachen de cocinillas? No sé, digo.