Cuando los países europeos no éramos socios sino enemigos mortales el odio internacional se canalizaba de diversas formas. La peor era la guerra, pero había otras que no mataban aunque intentaban desprestigiar a la nación detestada atribuyéndole, por ejemplo, el origen de terribles enfermedades. Buen ejemplo de esta morbipropaganda es la sífilis, que los españoles apodaron «mal francés», los franceses «mal napolitano», los portugueses y holandeses «mal español», los rusos «mal polaco» y los turcos «mal cristiano». Parece que fueron los ingleses quienes tacharon al español de «hombre bajito con bigote que siempre está cabreado», de lo que ya sólo es cierto lo último. Una definición más actual sería la de individuo exigente de derechos que no reconoce obligaciones y siempre reclama a los demás un escrupuloso cumplimiento de las normas saltándose a la torera cuantas pueda. Por eso en nuestro lenguaje arrastran mala reputación términos como «control», «inspección», «evaluación», «prohibido» u «obligatorio».
El Estado se fía tan poco de la responsabilidad de sus súbditos, con razón, que no para de instaurar modalidades de inspección (Financiera y Tributaria, de Trabajo y Seguridad Social, de Sanidad, de Educación, etc.) o de «mantenimiento legal preventivo»: de vehículos (ITV), edificios (ITE), instalaciones de gas (RITE), elevadores, grúas, alumbrados, equipos de presión, etc. Pues a algo así deberían someternos a los usuarios, cuyos niveles de competencia y funcionamiento parecen importarle a la Administración menos que los de su coche, su ascensor o su caldera de gas.
Por la Inspección Técnica de Personas pasaríamos periódicamente quienes ocupamos un puesto en cualquier ámbito de la sociedad, para examinarnos en los siguientes aspectos: mantenimiento del cuerpo, cultivo del espíritu, gestión de la economía doméstica, cumplimiento de los deberes familiares, desempeño del puesto de trabajo, comportamiento cívico y grado de aportación a la comunidad. Así, y respectivamente: drogarse o practicar hábitos insalubres; no reflexionar sobre nada o no leer ni el Marca; gastar más de lo que entra en casa y entramparse o comprar cosas innecesarias; el desamor, no jugar con los niños o abusar de los abuelos; no actualizarse ni formarse, protestar más que currar o ser un consumado maula; maltratar, haber delinquido o simplemente ensuciar las aceras, no respetar semáforos ni pasos de cebra o emitir ruidos molestos y, en fin, preferir la subvención al curro, vivir en la economía sumergida, escaquearse en el curro o defraudar al fisco, serían «defectos» que el inspeccionado debería subsanar para poder seguir circulando por la vida. Aunque yo me conformaba con retirarle el derecho al voto indiscriminado. Que todo quisqui –y todo quinqui– pueda votar es el gran fallo de la democracia.