Cuando me lo contaron no podía creerlo. Será un chiste, una broma, pensé. Pero cuando leí la noticia, la incredulidad se convirtió en estupefacción: la «franquista» Calle Calvo Sotelo (José) de Logroño pasará a llamarse Calle Calvo Sotelo (Leopoldo). Tal ha sido la salomónica decisión del Ayuntamiento del rompeolas de todas las Riojas menos la Alavesa para resolver de modo tan brillante el conflicto que enfrentaba a quienes no podían vivir un minuto más en un ciudad con calle dedicada al «protomártir de la Cruzada» y a los posibles damnificados por el cambio de su dirección postal. Incapaces de abordar el asunto de frente, respetando o cambiando el nombre de verdad, han optado por la cínica oblicuidad lampedusiana expresada en la célebre paradoja «todo debe cambiar para que todo siga igual» que el autor de Il gattopardo puso en boca de Tancredi.
Gracias a esta ingeniosa triquiñuela, todos contentos: los vecinos y comerciantes no tendrán que apechugar con trámites y gastos porque su calle seguirá llamándose igual, y los memoriones históricos satisfechos porque aunque la calle siga llamándose igual, ya no será en honor de un diputado de derechas detenido ilegalmente y asesinado por milicianos socialistas antes del alzamiento de Franco sino de otro señor cuya homonimia les viene al pelo. Un señor, don Leopoldo, que tampoco tuvo ninguna relación especial con la ciudad pero que fue presidente del gobierno de España nada menos que año y medio. ¿No merece más ese honor su predecesor y gigante de la Transición, Adolfo Suárez? Eso sí sería un auténtico cambio, pero para algunas lumbreras que iluminan el panorama intelectual de la Nueva Política, con menos luces que un chisquero, Suárez fue ante todo un ministro franquista del Movimiento.
De haberse alumbrado antes este fabuloso ingenio que permite sustituir unos nombres por los mismos, muchos españoles se hubieran evitado las penalidades acarreadas por el rebautizo de sus calles. Así, se podría haber echado mano de algún sobrino de la Pantoja para dejar en paz las placas de tanta calle Primo de Rivera, o del prolífico cineasta Jesús Franco la del general, o maquillar nombres como Calle San Jurjo, Calle Que En General Mola, Calle de las Mil Icias, Plaza del Alférez Definitivo, Avenida de la División Azulona o considerar, por ejemplo, que los Héroes del Alcázar de Toledo fueron los atacantes y no sus defensores.
Hasta ahora pensaba que los catalanes eran los maestros en la manipulación tendenciosa del callejero, recortando nombres de personajes tan odiados como Fernando VII (Carrer Ferrán) o el Duque de la Victoria, o sea Espartero (Carrer del Duc). Pero después de lo visto por aquí (Parque Gallarza, Plaza Ballesteros) no tenemos nada que envidiarles. Ni Tancredi lo haría mejor.