El mítico «sueño americano» es una fe orgullosa en las posibilidades de todo estadounidense para alcanzar los más altos objetivos gracias a su esfuerzo y tenacidad. Y la máxima realización de ese american dream es que cualquiera pueda llegar a presidente del país más poderoso del planeta. Pero que un sujeto como Donald Trump lo haya conseguido es una pesadilla, y no solo para los yanquis. Que un showman millonario bocazas, xenófobo, machista, zafio y, lo peor quizá, sin experiencia de gobierno, esté al mando de la nave mundial en la que queramos o no todos viajamos, puede significar una catástrofe igualmente planetaria… o no: recuérdense las negras expectativas cuando el ex actor secundario Reagan llegó a la Casa Blanca, para abandonarla ocho años después como uno de los mejores presidentes del siglo. Lo cierto es que ayer medio mundo se despertó preguntándose atónito cómo es posible que este individuo haya podido convertirse en presidente de los E.E.U.U.
La respuesta es muy fácil: porque la mayoría de sus compatriotas lo han votado. Porque, como ya sentenció Lope de Vega hace cuatro siglos, el vulgo es necio y la mayoría de los votantes, tanto da americanos como británicos (Brexit), italianos (¡Berlusconi!), filipinos (Duterte), españoles (ZP) o catalanes (su kafkiano procés) son, necios no, lo siguiente. Por eso todos los populismos buscan siempre justamente eso, el apoyo popular, la militancia, el pueblo, la ciudadanía, en fin, «la gente», es decir, a la masa mayoritariamente más palurda, inculta, ignorante, desinformada o abiertamente estúpida, que es el mejor terreno para acoger la semilla envenenada de la demagogia. Es el lado oscuro de la sacrosanta democracia, valor supremo de una cultura occidental que, visto lo visto, ha entrado en decadencia.
Sé que, a pesar de consecuencias tan indeseables como la victoria de un magnate impresentable, el sufragio universal sigue siendo el método más civilizado de entregar el poder a gobernantes indignos o incompetentes. Pero quizá haya llegado el momento de plantearse la revisión de un sistema que lo permite cuando la mayoría los prefiere con su voto necio o irresponsable. Puede que el quid de la cuestión sea conocer por qué la mayoría de la población de países incluso desarrollados carece de la formación, la información y los recursos necesarios para tomar decisiones inteligentes o cuando menos sensatas. El populismo no es un invento de políticos arribistas sino la plasmación de la deplorable realidad social que los regímenes políticamente correctos han contribuido a crear. Y de las sociedades de mala calidad surgen los peores líderes. Uno de los buenos, Martin Luther King, tuvo un sueño en 1963. Hoy tendría una horrible pesadilla