Érase una vez una gran orquesta, quizá no la mejor pero sí la más antigua. Como todas, la formaban cuatro familias de instrumentos: cuerda, viento-metal, viento-madera y percusión. La cuerda incluye violines, violas, violonchelos y contrabajos. El metal, trompetas, trompas, trombones y tubas. La madera, flautín, flautas, oboes, corno inglés, clarinetes, fagotes y contrafagot. La percusión, en fin, timbales, bombo, platillos, triángulo, xilófono, pandereta, gong y otros. Arpas, piano y celesta, de difícil adscripción, completan ese maravilloso logro humano que es una orquesta sinfónica. No hay timbres más diferentes que el tosco del bombo y el idílico del oboe, el del juguetón fagot y la brillante trompeta, la folclórica castañuela y la refinada celesta o, en la misma familia, el del penetrante requinto y el cavernoso clarinete bajo. Cada instrumento posee un color diferente e inconfundible pero todos contribuyen a crear la riquísima paleta orquestal. Es como la voz humana: no hay dos idénticas en el mundo pero todos los coros, todos los aullidos de estadio y todas las risotadas multitudinarias suenan igual.
Pero volvamos a nuestra orquesta. La desaparición del director cuya batuta dictatorial había tratado por igual a todos los músicos durante décadas dio paso al reconocimiento de la autonomía de las distintas familias, que fueron reclamando un trato diferente basado en su singularidad. Bien que mal, la cosa fue sonando hasta que un día los contrabajistas se rebelaron al sentirse maltratados por cobrar como los violinistas o los trompetistas y no digamos el del flautín, que podría transportarlo en el bolsillo mientras ellos acarreaban penosamente sus voluminosos bultos. Más tarde se unieron a la reivindicación las arpistas y los encargados de apechugar con la tuba y el bombo y el asunto derivó en una insubordinación que comenzó con ausencias a los ensayos y siguió con la amenaza de desconectarse unilateralmente de la orquesta para formar una propia, ante la pasividad del director y del órgano de gobierno de la Sociedad Filarmónica que pagaba sus nóminas. De nada sirvió advertirles de que un conjunto sinfónico integrado por contrabajos, tuba, arpas y bombo sería el hazmerreír del universo musical. Los sublevados siguieron re que re hasta que su incomparecencia a una ejecución pública de la Sinfonía Fantástica de Berlioz, en la que desempeñan una notable intervención, colmó el vaso de la tolerancia. Cuando al día siguiente los insurrectos pretendieron entrar en la sede de la institución, la policía, orden judicial en mano, se lo impidió. Todos fueron despedidos por incumplimiento de contrato pero los instrumentos, que no eran suyos sino de la Filarmónica, se quedaron en la orquesta.
Y colorín colorado, el cuento del desafío instrumentista se ha acabado.