El dramático suceso del pozo de Totalán me ha imbuido algunas reflexiones que, a pesar del intenso foco mediático aplicado sobre el caso durante los trece días con sus noches que duró la pesadilla, no he leído ni escuchado en ninguna parte.
Para empezar, resulta llamativa la tremenda contradicción de una sociedad que asiste inconmovible a la muerte provocada de casi cien mil bebés en estado embrionario cada año, arrancándolos vivos de las entrañas de sus madres (lo que legalmente no será genocidio pero sí el suicidio demográfico de un país tan necesitado de niños), mientras se moviliza material y emocionalmente en bloque para rescatar a uno muerto de las entrañas de la tierra que se lo tragó.
Para continuar, me asombra el increíble autoengaño colectivo de que se estaba luchando contra el reloj para rescatar no un cadáver, palabra tabú, sino «a Julen», como si el pobre niño siguiese vivo (igual que sacar «a Franco» de los Caídos), cuando su fallecimiento nada más caer no sólo era seguro sino lo mejor que le pudo pasar. Me pregunto si para aceptar y trasmitir esta triste realidad que nadie se atrevió a verbalizar se necesita un batallón de 25 psicólogos y un ejército de 300 ingenieros, zapadores y mineros desmontando una finca (ojo: particular) día y noche con un coste de millones de esos euros que, como dijo una vez la patética vicesánchez que padecemos, no son de nadie.
Y para terminar, las «responsabilidades». Ahora intentarán emplumar al pocero, al dueño de la finca, a la Confederación Hidrográfica, al Ayuntamiento, a la Junta de Andalucía y al sursum corda. Pero los principales responsables de permitir que un niño de dos años corretee por un terreno peligroso sin una estrechísima vigilancia son sus padres. Si les parezco duro, lean el relato de los hechos que el papá de la criatura contó a DIARIO SUR tres días después de la tragedia:
«Estábamos preparando una paella. Yo estaba echando leña al fuego y mi mujer cogió el teléfono para avisar de que no iba al trabajo (en una hamburguesería). Ella estaba con Julen y me pidió que yo le echara un ojo mientras llamaba. El crío estaba a cuatro o cinco metros. Yo fui a coger un par de troncos y el niño echó a correr. Cuando me di cuenta el chiquillo estaba a diez o quince metros…» Su prima salió tras él gritando ¡el niño, el niño! y él la siguió pero solo pudieron ver cómo el pequeño desaparecía.
Lejos de reconocer su negligencia, los padres se han personado en el procedimiento penal abierto. Qué más les dará a quién acabe condenando esta Justicia que, como sabemos, es ciega. Los desdichados ya han pagado y bien caro un fatal descuido que, empero, no debe privarles de la compasión que ante tamañas desgracias ajenas clama desde lo más profundo de nuestra humanidad.