Érase un matrimonio que vivía con su montón de hijos en una mansión, antaño magnífica pero venida a menos, propiedad de la familia desde hacía siglos. El padre era un hombre autoritario que impuso una disciplina cuartelera y controlaba hasta el último céntimo. A los hijos no les faltaba lo básico pero no podían rechistar, llegar tarde, poner música alta o salir por la noche; si suspendían alguna se quedaban sin paga, si desobedecían probaban el cinto y si no les gustaba la comida se la ponían de cena. Pero un día el padre palmó y la madre inició una nueva etapa en la familia aflojando el férreo control y concediendo cierta autonomía a los dos hijos mayores, más reivindicativos, aunque acabó dándosela a todos para evitar agravios. Liberalizó los horarios, renunció a inspeccionar sus habitaciones, admitió protestas y les abrió una libreta de ahorro a cada uno para que administraran su asignación.
La cosa funcionó mal que bien hasta que el primogénito alcanzó la mayoría de edad y, aunque su dependencia legal y económica era completa, reclamó la emancipación exigiendo la propiedad exclusiva de su parte de la herencia, incluyendo su habitación con baño y vestidor, que era la mejor. La madre replicó que el dinero y la casa eran de todos los hermanos y no podía realizar una segregación catastral ni entregarle una parte del patrimonio familiar sin su autorización, y entonces él renegó de su familia y llevó el asunto a los tribunales.
Mientras tanto la madre se casó de nuevo con un avispado oportunista sin donde caerse muerto a quien le importaba un comino que la casona perdiera una o dos habitaciones con tal de mangonearla a su antojo, así que ofreció desjudicializar el tema y negociar una solución al «conflicto familiar» con su hijastro rebelde «de igual a igual». Los hermanos medianos protestaron por lo bajinis («si no quiere vivir en esta casa que se marche») pero no se atrevían a criticar a su padrastro porque ahora era él quien ordenaba las transferencias para sus gastos y a los más pequeños los acalló a base de juguetes y golosinas.
Al final el nuevo amo de la casa prometió al hijo díscolo que si dejaba de dar guerra podría independizarse anexionando a su dormitorio otras dos habitaciones, una de ellas con cocina, cerrando la comunicación con el resto de la casa y abriendo un acceso exterior directo a su nueva morada, dotada de registro de la propiedad y dirección postal propios, pero con los gastos (IBI, tasas municipales, gas, electricidad, internet, etc.) por cuenta de la mansión. Entonces el hijo segundo reclamó lo mismo y el tercero empezó a considerarlo mientras los demás protestaban ante la madre en vano porque, enferma de un cáncer incurable, había traspasado ante notario toda su hacienda al padrastro.