Se dice que las lenguas evolucionan de la mano de las sociedades, que se renuevan con palabras nuevas derivadas de nuevos conceptos y que una lengua incapaz de adaptarse a los cambios sociales es una lengua muerta. Uno de esos conceptos, la corrección política, es el «rechazo de expresiones o acciones percibidas como maneras de excluir, marginar u ofender a personas que se encuentran socialmente en desventaja o sufren de discriminación». Ya, pero, ¿percibidas por quién? Hace siglos, si los inquisidores percibían que negabas la transustanciación, o que te acostabas con el diablo, te quemaban vivo. No hace tanto, nadie consideraba excluyente afirmar que un senegalés era negro, marginador llamar gordo al obeso, ofensivo denominar mariquita al hombre afeminado ni discriminatorio calificar de subnormal a la «persona con un funcionamiento intelectual significativamente por debajo de la media considerada normal» (que expresa exactamente eso, pero con doce palabras más). En un mitin de 1977 aún se podía decir con libertad:
«Nuestro partido, queridos compañeros, luchará para que los pobres dejen de serlo y los gitanos, los moros y los negros se integren, los ciegos, los sordos, los inválidos, los parados, los viejos, los retrasados mentales y hasta las putas reciban un trato digno, y a que la policía se dedique a enchironar ladrones».
Hoy, la moderna inquisición irá a por ti si no lo traduces a un insufrible poslenguaje que surge directamente del mondongo ideológico, esquivando el cerebro:
«Nuestro partido, queridos compañeros y queridas compañeras, luchará para que los más desfavorecidos y necesitados dejen de serlo y para que los ciudadanos de etnia gitana y los migrantes magrebíes o subsaharianos se integren como ciudadanos de primera; a que las personas con deficiencia visual o auditiva severas, o con diversidad funcional por discapacidad, los desempleados y desempleadas de larga duración, las personas mayores de la tercera edad, las personas con capacidades intelectuales diferentes y hasta las trabajadoras y los trabajadores sexuales y demás colectivos vulnerables en riesgo máximo de exclusión social reciban un trato digno, y a que los agentes del orden público se dediquen a capturar a los presuntos delincuentes contra la propiedad privada y los internen en las instituciones penitenciarias correspondientes».
Lo malo o bueno de un escolar cabroncete y revoltoso, de un tipo más tonto que Abundio o más loco que Arqués, de una tía más buena que el pan y de un viejo cascarrabias no es calificarlos así, sino serlo. Los eufemismos podrán dulcificar o dignificar las palabras, pero no la realidad de los menos agraciados en el reparto de la salud, la inteligencia, la fortuna o la belleza.
La lengua española sin duda está viva, pero enferma. Muy enferma.