No sospechábamos que, medio siglo después, sostenible y sostenibilidad serían unas de las machacantes palabras de moda en el actual maldito discurso sociopolíticamente correcto y, por contaminación, en los lenguajes mediático, publicitario e incluso coloquial. Hoy día absolutamente todo, desde la generación de electricidad hasta el cultivo del café, la alcachofa o el mejillón, la preservación de la duna playera o del lobo asesino, pasando por la fabricación de coches y muebles o la confección lo mismo de pingos que de alfombras con lana de oveja (animal menos sostenible, por el tema del lobo) tiene que ir de verde, ecológico, saludable, solidario, reciclable y orgánico, pero sobre todo sostenible, si se pretende sostener las ventas en el mercado.
Lo cierto es que, antes de imponerse el nuevo concepto ideológico de sostenibilidad (no agotar ni degradar los recursos naturales del planeta, etc.), «sostener» siempre ha significado «sustentar, mantener firme algo» pero también «sufrir, tolerar»; de ahí la máxima estoica: sustine et abstine, soporta y renuncia, como clave para no ser demasiado infeliz (para ser feliz sería mucho decir). En este sentido, con el paso y el peso de los años, uno se ve cada vez menos sostenible en general y en ciertos aspectos en particular, por un lado, y más soportador del estulto y absurdo mundo que lo rodea, por otro. Hagamos o deshagamos lo que sea los terrícolas, la vida de ni uno solo será sostenible porque todos acabaremos cayendo.
Cuando Ramón María Nárvaez estaba en las últimas, el cura que lo fue a viaticar le preguntó si perdonaba a sus enemigos. Y el espadón, al que, según la chanza popular, la reina Isabel había nombrado Marqués de Loja «porque nunca se te afloja», contestó: «No tengo ninguno, los he fusilado a todos». Murió en abril de 1868 y pocos meses después, privada de su más firme sostenedor político, «la de los tristes destinos» tuvo que abandonar España, camino del exilio parisino, cuando lo suyo se hizo realmente insostenible.