El odio es uno de los peores sentimientos negativos que como la pena, la frustración, la culpa, los celos o la desesperación, envenenan la mente y nublan el alma, frente a los positivos (felicidad, alegría, amor, gratitud, compasión) que la iluminan. Pero odiar no consiste solo en insultar, denigrar o difamar. Exige desear el mal al odiado, y el peor de los males para quien ama la vida es arrebatársela.
Cada vez que un varón asesina a su mujer, esposa, amante, pareja, compañera, chica, ex o como se le quiera llamar (pero rechazo la etiqueta «crimen machista») se reproduce la misma reacción mediática, social y política de condena e indignación obvias ante un fenómeno que parece imposible detener. Pero nunca veo, leo ni escucho nada sobre un aspecto fundamental del asunto: su origen. Se supone que los asesinos de sus mujeres no solo no las odiaron siempre sino que un día se unieron enamorados. Entonces, ¿por qué oscuros recovecos transcurre el tenebroso viaje entre el amor hasta que la muerte los separe y la muerte por desamor? ¿En qué momento del trayecto germina la semilla del odio en el corazón del potencial asesino? ¿Qué gota de veneno letal trastorna la mente de quien mata a su antigua amada, a menudo pagando el precio de su propia vida? O, para más horror y esta vez bien cercano, la de inocentes criaturas supuestamente engendradas en un acto de amor pero utilizadas como devastadoras armas cargadas de odio mortal.
Concentrarse en la calle después de cada nuevo asesinato para lanzar consignas contra la «lacra de la violencia machista» y recogerse hasta el siguiente está muy bien, pero mientras no se aborde el problema con mentalidad científica, más allá de la repulsa emocional, no mejorará su prevención. No basta con montar vigilias, dictar órdenes de alejamiento u observar el fenómeno desde un despacho. Es necesario practicar la autopsia a la pareja fracasada del modo más trágico, diseccionando las entrañas de su convivencia caso por caso en busca del tejido dañado para averiguar cómo, cuándo y por qué comenzó la degeneración maligna del afecto en rencor. Solo identificando las situaciones que la provocan podrá plantearse una terapia preventiva efectiva, pues en los casos sin antecedentes la tragedia resulta imprevisible. Esto requeriría un ambicioso y riguroso programa de educación e investigación, pero esta sociedad, con sus líderes al frente, solo sabe reaccionar desahogando la impotencia tras una pancarta en cada nuevo uxoricidio (así se dice en castellano matar un hombre a su mujer, que no hembra), gastando recursos en propaganda tan bienintencionada como ineficaz y, de paso, denigrando al varón llamándolo macho («animal del sexo masculino» y «mulo», según el DRAE), lo que también debiera considerarse violencia de género, aunque sea verbal.