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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Cubrir el expediente

Una de las diversiones familiares más inocentes que recuerdo de la infancia jarrera acontecía cuando, a las tres de la tarde en punto, un hombre que vivía en la casa de enfrente se echaba a la calle. ¡Ya sale!, se excitaba el vigía de turno, y todos saltábamos de la mesa al balcón para contemplar el espectáculo. Nada más aparecer por el portal, el tipo recién comido introducía la zarpa en el bolsillo derecho de la pelliza, sacaba el mondadientes y, para nuestro regocijo, se lo metía en la boca y empezaba a darle caña. Subrayo el artículo determinado porque dábamos por hecho que se trataba siempre del mismo palillo —si fuera nuevo saldría con él puesto— y que una vez finalizada la tarea lo restituiría a su sitio hasta el día siguiente, o hasta que el desmoche de las puntas obligara a sustituirlo. Otra hipótesis, más rebuscada, era que el escarbadientes fuera multiuso, quizá metálico o incluso de plata, a juego con alguno de los piños cuyos paluegos debía arrancar sin despuntarse.

Traigo la anécdota porque los tiempos cambian y medio siglo después lo que hacen algunas personas nada más salir de casa es sacar del bolsillo o del bolso la mascarilla para llevarla colgada del codo, la oreja, el belfo o el retrovisor hasta que toque ponérsela, no tanto ya por miedo al contagio como a un sablazo de cien pavos. Resulta que en los peores días de la epidemia, como no había mascarillas no era necesario llevarlas, pero ahora que sobran y el coronavirus ya apenas infecta es obligatorio y lo será, según el ministro de la triste figura, «hasta que haya una terapia o una vacuna», ignorando que ninguna virosis tiene tratamiento causal y que la vacuna tampoco acabará con el virus. O sea de por vida, se conoce.

Además de un emblema de la reprobable gestión de la crisis sanitaria, la mascarilla es un contaminante y un vehículo de transmisión de la infección cuya efectividad depende de su correcto uso bajo normas estrictas, como guardarla en una bolsa transpirable evitando tocar la superficie externa, no reutilizarla si no es reutilizable, no guardarla hecha un gurruño en ese saco de gérmenes que es el bolsillo y no deshacerse de ellas tirándolas donde caigan sino en una bolsa de basura estanca. De lo contrario, más que el morro, la incómoda mascarilla sólo servirá para cubrir el expediente, protegiendo al enmascarillado de miradas aviesas pero sobre todo del multazo por no ponérsela, aunque contamine más que proteja.

Si aquel vecino nuestro viviese, me lo imagino hurgando en el bolsillo del tabardo hasta desenredar el palillo «higiénico» de la mascarilla, del moquero y si te descuidas del preservativo, ya que el SIDA apareció hace treinta años pero aún no hay vacuna. Y están los tiempos como para usar y tirar.

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.