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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Paraísos

Como no creo en la divinidad, el alma trascendente y la vida celestial infinita tras la terrenal, me choca el miedo a morirse de quienes aceptan la existencia de esas cosas, a los cuales respeto tanto como envidio. En el siglo XIII los «herejes», o sea, los cristianos disidentes de la ortodoxia católica, se arrojaban a la hoguera cantando felices de contentos porque estaban convencidos de que las llamas eran la puerta de entrada directa al paraíso donde Dios los esperaba con los brazos abiertos y un extintor espiritual en cada mano. Aquello era fe y lo demás cuento.

Entre este miedo a palmar de la gente y el pánico de los gobernantes a que sea por Covid-19, nuestras calles, tiendas, bares, playas, estadios, teatros y museos se han convertido en el gigantesco escenario de una esperpéntica distopía hasta extremos tan absurdos como retransmitir partidos de balompié con público de pega y ruido ambiente de videojuego o conciertos de música clásica interpretada por músicos a dos metros ante un patio de butacas vacío de público o repleto de plantas.

Es obvio que el coronavirus está causando estragos, pero 8.500 niños mueren cada día de desnutrición y 6,5 millones de menores de 15 años por falta de recursos, guerra, y desastres naturales. Medio millón de niños y 1,6 de adultos mueren cada año por disentería prevenible y tratable, otro medio de malaria, otro por consumo de drogas y no quisiera aburrirles pero el consumo de fármacos es la tercera causa de muerte humana en el planeta, tras las enfermedades cardiovasculares y el cáncer, y cada año mueren ocho millones de personas por tabaquismo, uno  de ellos por aspirar humo ajeno.

Frente a esta vieja y tremenda realidad permanente, la morbimortalidad provocada por la actual pandemia es casi anecdótica por mucho que nos parezca el mayor problemón de salud pública del mundo mundial. En unos meses la pesadilla Covid-19 habrá terminado y de nuevo podremos ir sin mascarilla, hacinarnos en la barra, el auditorio o la arena, achucharnos, enfermar y morirnos tranquilamente de las cosas por las que hemos enfermado y muerto toda la vida, sin tanto distanciamiento, tanto hidrogel y tanta mascarilla. Entonces, cuando volvamos a saborear sin restricciones la cañita en el paraíso terrenal del chiringuito, mientras el primer trago nos acaricia el paladar en el preciso instante en que otro niño sin rostro ni nombre perece de hambre, bombardeo o diarrea, con la mirada perdida en los azules del horizonte sobre un mar de sombrillas con aroma a potingue bronceador, hasta los acérrimos creyentes en las postrimerías del hombre pensarán que el cielo puede esperar. No vaya a ser que al final no exista. O que sí exista pero no haya cerveza. O que sí haya pero no sepan tirarla.

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.