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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Homo impatiens

Hace ya tiempo que la definición del español como individuo bajito y moreno que siempre está malhumorado perdió su vigencia: la estatura de las últimas generaciones no debe envidiar a la de nórdicos o canadienses (en cosa de tez y mala leche seguimos igual porque no dependen de la nutrición). Podría quizás actualizarse aquel juicio desfasado afirmando que el español es un tipo bullicioso, descontento, hipotecado de por vida y, a lo que voy, dominado por la impaciencia. Es decir, por la «intranquilidad producida por algo que molesta o no acaba de llegar», quizá como consecuencia de nuestro atroz individualismo y de lo poco que nos importan o lo mucho que nos estorban los demás cuando vamos a lo nuestro. La impaciencia del celtíbero, omnipresente en su conducta, se manifiesta en situaciones tan dispares como aguardar el paso de peatones bajados de la acera (para cruzar indebidamente en cuanto se pueda), esperar incómodamente en el pasillo del avión a que abran la portezuela, tocar el claxon en cuanto el semáforo vira al verde, soñar con la jubilación anticipada o tratar de colarse en la caja del súper, la panadería o la degustación, esto último propio de personas mayores sin otro pito que tocar en todo el día, lo que da una idea de la dimensión del fenómeno en nuestra idiosincrasia. Este compulsivo afán por apurar el tiempo, llegar cuanto antes y acabar enseguida (germen de otra de nuestras más añejas señas de identidad nacional: la chapuza) no sólo impide disfrutar de la vida sino que juega malas pasadas como quemarse la lengua con la sopa, empotrarse contra un camión o, volviendo a las colas, eyacular antes de tiempo. Y sin ir más lejos, una de las más notables faltas de paciencia hispana, masculina en este caso, la cometemos con obstinada reiteración en los servicios de caballeros, escenario de otra peculiaridad racial relacionada con la que nos ocupa pero contradictoria: nuestra ceremoniosa cortesía. El tiempo que pierde el español cediendo el paso al urinario lo recupera abandonándolo sin terminar de abrocharse la bragueta y con toda seguridad sin aguardar al cese de la escurridura. Su idéntico comportamiento ante el surtidor de costoso combustible es otra buena muestra de que la impaciencia nos pierde. Y hacemos mal en vivir deprisa porque es como protagonizar una película a cámara rápida donde los días se suceden como fotogramas alocados que proporcionan un aire ridículo a nuestra existencia. Impacientándonos quizá pretendamos aprovechar más la vida pero sólo conseguimos hacerla aún más fugaz y menos placentera. Véase cómo la impaciencia trae su cola. Y viceversa.

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.