Lo que está pasando en el caso Marta del Castillo refuerza la convicción de muchos ciudadanos, entre los que me incluyo, de que en un Estado de Derecho los legales, los inocentes, las víctimas, los buenos digamos, están en clara desventaja frente a los delincuentes, los malvados, los criminales, los malos pongamos, y de que la garantía de los derechos que asisten incluso a los seres más abominables pueden redundar en un mayor sufrimiento de los inocentes que tienen la mala suerte de caer en sus zarpas. Profundicemos en este ejemplo. Un mierda de 21 años va y se cepilla a una chica de 17 en los dos sentidos del término: primero la viola y luego la mata. Lo detienen y en su primera confesión cuenta que le golpeó la cabeza con un cenicero y después arrojó el cadáver al Guadalquivir, que no es precisamente el Leza. Hoy en día estas terribles tragedias gozan de la máxima prioridad institucional, así que para el río se fue todo un ejército que durante semanas removió kilómetros de su enfangado lecho sin encontrar cadáver ni cenicero. Pero a poco el mierda va y cambia su declaración, cosa que la legalidad vigente le permite cuantas veces quiera, para asegurar que en realidad asfixiaron a la chica y luego la arrojaron a un vertedero que es como el monte la Pila pero de basura. Y allá se va el mismísimo ministro del Interior -ex portavoz, dicho sea de paso, de un Gobierno que ejerció la guerra sucia y ahí lo tienen- para asegurar a los pobres padres, a la sociedad andaluza y española pero sobre todo a los objetivos de las cámaras que no se escatimarían recursos para encontrar el cuerpo. Pero es que cuando lleven escarbado medio basurero el mierda podría recambiar su confesión afirmando que enterraron a Marta del Castillo en un olivar de Jaén, sin concretar kilómetro cuadrado, e inmediatamente se pondrá en marcha una división de zapadores a las órdenes de un ministro requeté (“cueste lo que cueste”) dispuestos a levantar media Andalucía ante las cámaras mientras el mierda y sus compinches se descojonan viéndolo por la tele en la celda. Así que se entiende que a muchas personas incapaces de matar una mosca, entre las que me cuento, esta situación les indigne hasta el extremo de criar ganas de coger al mierda o mierdas y arrancarles la verdad por la fuerza. Para lo cual no sería necesario aplicarles potro en una sórdida mazmorra ni tan siquiera sacudirles en la sala de interrogatorios, muy poco en todo caso dado que los mierdas como estos sabrán violar y asesinar pero no tienen media torta. Nada de eso. Bastaría con obligarles a recorrer un museo, leer una novela o escuchar una sinfonía (de cualquiera de las de Bruckner no aguantarían, seguro, ni la exposición del primer movimiento). Mas, dado que incluso estos incruentos métodos de suplicio son inaceptables en un Estado de Derecho, resulta que la única tortura real de esta historia es la interminable a la que están siendo sometidos unos pobres padres a los que no contentos con matar a su hija unos mierdas no les dan ni el consuelo de poder enterrarla.