Entre las habilidades precisas para el ejercicio del totalitarismo o el integrismo en cualquiera de sus vertientes (política, social, económica, religiosa, ideológica) destaca la de proyectar las críticas recibidas como un espejo orientado hacia el conjunto de la sociedad, como se llama ahora a la gente. Recuerden, por ejemplo, las adhesiones inquebrantables de aquella muchedumbre congregada en la Plaza de Oriente haciendo suyos los agravios al régimen encarnado en el dictador que los arengaba desde el balcón de palacio. Condenarlo era atacar a España y a sus españoles todos, y la defensa numantina de aquel extraño pueblo agradecido a su opresor llegó al extremo, en la protesta por botarnos de las Naciones Unidas, de exhibir ante el palco presidencial esta célebre proclama en una pancarta: “Si ellos tienen ONU nosotros tenemos DOS”. (Es obvio que tales apologistas del bigonadismo no se hubieran atrevido a tal cosa de haber sabido que el Caudillo había perdido un testículo en el frente de África, al igual que Hitler en la Gran Guerra: curiosa coincidencia en quienes detentaron el poder por cojones). Pero entonces, aunque tremendo, sólo había un totalitarismo integrista, mientras que la democracia, paradójicamente, nos ha traído unos cuantos. El nacionalista, por ejemplo. Rechazar el plan soberanista de Ibarreche era oprimir más al pueblo vasco, como resistirse a la reforma del Estatut agredir a Cataluña. O el sectario partidista: afirmar que en España había crisis económica fue para el Gobierno socialista una actitud tan antipatriótica como ha sido la decisión de retirar las tropas de Astaquiestán para la oposición popular. O el feminista: resulta que criticar a su aparato equivale a despreciar a las mujeres (les sorprendería la cantidad de señoras que no comulgan con sus tesis si salieran un poco del despacho subvencionado a darse una vuelta por la calle). Un caso particular es el rebote hacia arriba de la crítica, propio del integrismo religioso: descalificar tesis del Papa no ya retrógradas sino de juzgado de guardia (“el preservativo agrava el problema del SIDA”) significa oponerse nada menos que a los designios de Dios, lo mismo que aborrecer la barbarie de la sharia musulmana es injuriar a Alá. Lo cierto es que de esta perversa interpretación de la censura, fruto de una arrogante incapacidad para la autocrítica, es general: reprender al rector significa denigrar a la Universidad, desaprobar a un presidente ultrajar al club, impugnar a un líder sindical embestir contra los trabajadores (o a un líder de la patronal contra los empresarios) y meterse con algunos jueces, médicos, militares o docentes, en fin, significa para los respectivos corporativismos denostar a la Justicia, la Medicina, el Ejército, la Educación. Algunos, en cambio, no se dan cuenta de que arremetiendo contra un quintacolumnista de opinión atentan gravemente contra la Sacrosanta Libertad de Expresión, una de las vigas maestras que sostienen con firmeza el magnífico edificio del Estado Social y Democrático de Derecho donde todos hemos de convivir. So fascistas.