En un lagar de la Rioxa, de cuyo nombre no tengo acordame, desde qué se o el tiempo se vivía un fulano de los de panza y merendero, hipoteca antigua, cuacho por cuatro y chucho meón. Una hora de algo más Marca que librero, teleserie las más noches, cenorra y casquete los sábados, cervezas los viernes, fútbol y alguna carrera de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su vivienda. El resto della concluían boina de velarte, abono y puro para las fiestas, con su pañuelo de lo mismo, y los días de entresemana se honraba con su chándal de lo más fino. Tenía en su casa una parienta que pasaba de él y una hija que no llegaba ni a verle, y un mozo de trasnoche y botellón que así ensillaba la moto como montaba la pastillera. Frisaba la edad de nuestro fulano con los cincuenta años, era de comprensión necia, ávido de carnes, chapetas en rostro, gran trasegador y amigo de la baza. Es, pues, de saber que este sobredicho rioxano, los ratos que estaba odioso –que eran los más del año- se daba a ver las cadenas de televisión, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza en la administración de hacienda donde servía; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que compró muchos videos de series que ver; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos y se enfrascó tanto en su visionado, que se le pasaban las noches de claro en claro, y los días de turbio en turbio. Llenósele de fantasía de todo aquello que veía, así de anuncios como de pendencias, chismorreos, tertulias, requiebros, tosquedades, sainetes, noticiarios y comparecencias: ” La borrasca cambió de una forma impredecible, no lo pueden predecir, pero si no predicen los que tienen que predecir cómo piensan ustedes que lo vamos a predecir aquellos que estamos esperando la predicción”. Y así, del poco dormir, menos leer y mucho escuchar disparates imposibles se le secó el poco celebro que tenía y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de invenciones que veía, que para él no había otras historias más ciertas en el mundo. Tuvo muchas veces competencia con el dueño de su tasca –que era hombre docto, graduado en la Universidad- sobre cuál había sido mejor gobernador de la península Bananaria, si Palmerín del Iva, Caballero de la Ardiente España, que de un solo revés había partido por medio un fiero y descomunal petrolero, Reinaldos de Montalgal, con sus amigos y compañeros como Roldán el encantado, más ladrones que Caco, o Amadís de Maula y sus Doce Pares de follones y maritornes de estas que llaman del partido. Y admirado de tales hazañas, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio zote alguno en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su bolsa como para el servicio de su taifa, meterse en política, e irse por toda la comarca con sus siglas y aparato a buscar los votos y a ejercitarse en todo aquello que él había visionado, que los caballeros mandantes se ejercitaban poniéndose en gestiones y cargos, donde empeorándolos, cobrase eterno nombre y fama. Vale.