A los extranjeros que pasean por nuestras calles siempre les ha llamado la atención la sobreabundancia de tres clases de establecimientos: agencias inmobiliarias, bares y entidades bancarias. Ciertamente, al menos hasta hace poco, en un Haro pongamos por caso te ofrecían sus servicios más empleados de banca, agentes de la propiedad y no digamos camareros que en cualquier ciudad europea diez veces mayor. Pero con la crisis las cosas empiezan a cambiar, léase a mermar. Con el estallido de la burbuja inmobiliaria, lo primero en caer de forma dramática hasta quedar diezmadas, o sea razonablemente proporcionadas, han sido las inmobiliarias. Por su parte, la crisis financiera y ese lío de las fusiones deberían provocar una reducción del exagerado número de sucursales que proliferan en nuestras ciudades, aunque con la burrada de pisos que embargan por impago de hipotecas, bancos y cajas se están transformando en superinmobiliarias necesitadas, quizás, de un puesto de venta en cada manzana. En cuanto al comercio en general, sólo hay que darse una vuelta por cualquier barrio o polígono para comprobar el galopante ritmo de cierre de pequeñas y medianas empresas y tiendas. Sin embargo, excepcionalmente, el sector de la barra parece que se mantiene a flote contra viento y marea, pues ni la tempestad desatada por la prohibición de fumar en las tascas ha echado a pique a ninguna, que se sepa. Sus propietarios se quejan de una disminución de ingresos que ya quisieran para sus empresas quienes se ven obligados a cerrarlas, pero la afición de todo español entre los quince y los noventa a esa ágora imprescindible para su relación social que es la barra o la terraza es tal que no deberían temer nada, y menos aún desde que han sacado los bebederos-fumaderos a la calle invadiendo el espacio público con sus veladores, estufas, sujetavasos y barricas, violando impunemente la ordenanza en muchos casos. La ley antifumardentro ha conseguido el contraproducente efecto de que, para no inhalar pasivamente humo de segundo bronquio, tengamos que huir de aceras y zonas peatonales tomadas por los tabaquistas y guarecernos en las tabernas que hasta hace un mes constituían su hábitat. Casi es peor que antes, porque nadie te obliga a entrar en bares pero hay tantos que es imposible ir a cualquier sitio sin pasar por delante de varios. En Nueva York se disponen a prohibir fumar también en lugares públicos al aire libre como parques y playas, así que sólo es cuestión de tiempo que la medida llegue a este romanesco Ombligoño de los mil bares y ningún museo cuya propaganda municipal pretende convencernos de que es donde mejor se vive de España. ¿No será donde mejor se bebe, añorado Ricardo?