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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Testimonio

Hay dos clases de fumadores: los tabaquistas convencidos y los que, si pudieran, se quitarían. Los primeros son adictos obstinados que alardean de su vicio, niegan la evidencia de la maldad del hábito, desprecian el perjuicio que ocasionan a la salud propia y ajena y desafían la ley que les prohíbe ahumar al prójimo por coartarles la misma libertad que no tienen para dejar de pagar impuestos, jubilarse a los 45 o saltarse los semáforos. Los segundos reconocen que el tabaco es malo y comprenden que deberían abandonarlo pero carecen de la voluntad necesaria; algunos esperan pasivamente que la Administración les solucione la papeleta pagándoles un tratamiento pero otros querrían deshabituarse solitos. A este subgrupo de recuperables quiere contarles su caso este ex fumador, por si les sirviera de ayuda o animara frente a los agoreros que aseguran que dejarlo sólo con voluntad es un mito inalcanzable. Hace cuarenta y tantos años aspiré mi primera calada en un tascucio vitoriano, instigado por otros internos a observar un rito iniciático cuyo rechazo cuestionaba tu aún imposible hombría. Era un Celtas sin filtro, aspiré el veneno hasta el último alveolo y no me desmayé porque me sujetaron. A partir de sexto los marianistas nos dejaban fumar en el patio grande y a los diecisiete mi padre, que le pegaba a pitillo, puro y pipa, nos invitaba a Ducados en el postre. En aquellos tiempos se sabía que el tabaco atacaba a los bronquios, y poco más. Fumar (negro, por supuesto) era masculino, se hacía en todas partes salvo en la parroquia y nadie se quejaba por inhalar el humazo de otros. Todavía en los 80 los médicos fumábamos en la consulta, en el antequirófano y hasta pasando visita (los pacientes también), algo tan impensable hoy como hacerlo en bares lo será mañana. Servidor fumaba en el coche, en la cama y hasta en la ducha, empalmaba colilla con pitillo y todos los días caía la cajetilla. Hasta que me harté, y no fueron el asco o el miedo al cáncer sino la esclavizadora dependencia psíquica, inducida por tóxicos adictivos, lo que me motivó a rebelarme. Justo hace ahora 30 años me dije: hasta aquí hemos fumado, y me propuse en serio lograr la proeza, tantas veces intentada, de no fumar durante un día. Fue duro, pero lo conseguí y no he vuelto a fumar en mi vida, pues sólo hay una clase de ex fumadores: los que le echan un par de pulmones. (Debo confesar, sin embargo, que aquel inolvidable 13 de mayo de 1981 fue el mismo en el que Ali Aghca disparó contra Juan Pablo II en la plaza de San Pedro, y aunque no creo en milagros, si mi súbita curación tabaquera pudiera contribuir a su canonización pongo mi testimonio a disposición de la causa; no se puede comparar a un Parkinson pero lo mismo vale más obrado en un ateo que en una monja).

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.


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