Los españoles de mi quinta recordarán aquel desacertado “¡Qué error, qué inmenso error!” de Ricardo de la Cierva cuando el Rey escogió a Adolfo Suárez para presidente del gobierno tras despedir al inmovilista Arias Navarro; el tiempo demostraría tanto el buen ojo de D. Juan Carlos como la invalidez profética de quien acabaría siendo ministro de Cultura con Suárez. A mi juicio, si alguno de los cinco presidentes de gobierno habidos desde 1977 ha sido un inmenso error, es sin duda José Luis Rodríguez Zapatero. Elegido diputado por su León natal a los 26 años, permaneció durante catorce años larvado en su escaño hasta que en 2000, aprovechando los estertores de un felipismo en descomposición, Zapatero eclosionó al fin sorprendiendo con su candidatura a la secretaría general del PSOE sin más mérito curricular que su juventud y con una paupérrima declaración de principios cuya ausencia de ideas de calado y altura debió poner sobre aviso a sus correligionarios. Los cuales, ávidos de renovación a toda costa, eligieron como presidenciable del gobierno de España a un individuo sin experiencia en la gestión de la cosa pública ni, lo que es peor, capacidad para ejercerla. Inmenso error, cometido por los 414 de su partido que lo votaron aquel 22 de julio, que podría repetirse en breve.
Tres días después de la salvajada del 11-M, un país conmocionado (y manipulado por el infame comportamiento de los rescoldos del peor PSOE, encarnados por un maquiavélico Rubalcaba que sacó tajada electoral de la tragedia agitando la emoción nacional contra un torpe gobierno en funciones) volcó las predicciones y José Luis Rodríguez, transfigurado en ZP por la eficaz propaganda pesoísta, se instaló en la Moncloa sin soñarlo siquiera el domingo anterior. El nuevo presidente no tardó en demostrar que su acción gobierno, más que en hechos, se basaría en gestos, algunos auténticas muecas, teñidos de populismo, revanchismo y ese ingenuo buenismo que bajo la apariencia de un afable optimismo escondía su incompetencia inconsciente para dirigir los destinos de una España que bajo su mandato se ha empobrecido, desprestigiado e invertebrado hasta niveles que costará años remontar. Aún así, en 2008 fue reelegido en un nuevo error, ya no achacable a una asamblea de su partido sino a once millones de votantes. Y cuando en el segundo mandato las cosas vinieron muy mal dadas, puso en evidencia su ineptitud para gestionar una crisis que ha duplicado el número de desempleados tras habernos prometido el pleno empleo.
Los errores se pagan, pero el de este señor que acaba de tomar la mejor decisión de su carrera política nos ha salido carísimo. El suyo, y el de quienes lo han apoyado. A uno le queda el triste consuelo de no haber sido uno de ellos.