Como la sombra al sol, la noche al día, el frío al calor o la cruz a la cara de la misma moneda, la estupidez del ser humano es inherente a su inteligencia. Entendida como realización de actos contrarios a lo sensato, razonable o acertado, la estupidez es una práctica constante y ecuménica del homo presuntamente sapiens, aunque de intensidad creciente en relación con la complejidad y sofisticación de sus hábitos de vida: un yanomami amazónico tiene menos oportunidades de comportarse estúpidamente que un urbanita europeo. Todos cometemos varias estupideces a diario e incluso las mismas, pero una de las favoritas es la reacción impulsiva e irracional que algunos acontecimientos estimulan en nuestra estupidiencia provocando la misma respuesta automática y primitiva de la oruga al alfiler. Como, por ejemplo, la histérica reacción occidental, amplificada por el catastrofismo mediático, al daño sufrido por una central nuclear japonesa como consecuencia de uno de los terremotos más fuertes de la historia. Aprovechando que el tsunami pasa por Honshu, nuestros oportunistas detractores de la energía nuclear exigen el cierre inmediato de centrales como Garoña, alegando su parecido con la de Fukushima. Pero olvidan que no ha sido un cataclismo nuclear sino natural, harto improbable en el Alto Ebro, el causante de la tragedia japonesa. Y que el principal factor de riesgo mortal por el seísmo japonés no ha sido vivir cerca de una central atómica sino a orillas del mar. Salvo quizá los técnicos que luchan contra la avería, los ciudadanos nipones no están recibiendo más radiación ionizante que la desprendida por cualquiera de los millones de exploraciones radiográficas a las que nos sometemos anualmente por aquí (1 TAC abdominal = 500 radiografías = 10 milisievert = cuatro veces la radiación anual natural). Teniendo en cuenta que España carece de recursos energéticos y que el megavatio nuclear es mucho más barato que el de placas solares y molinillos, exigir el cierre las centrales sin renunciar al consumo de energía por lo ocurrido en Japón parece una actitud poco inteligente, o sea bastante estúpida, y menos cuando se deja la pancarta en la sala de espera para meterse en el cuerpo otra buena dosis de radiación, tantas veces gratuita, en esos auténticos fukushimas descontrolados que son nuestros centros sanitarios. Millones de terrícolas mueren o se malhieren cada año en la carretera, pero a nadie se le ocurriría (¡Dios, que no lo lea el gobierno!) prohibir los coches por “inseguros”, porque la alternativa sería el burro. Pues la de la central nuclear son el candil y el brasero de cisco. O un recibo de la luz astronómico. Elijan.