Tengo escrito que la peor pesadilla de un ministro de Economía es un médico bolígrafo en mano. Porque, con su ilimitada facultad para ordenar ingresos, solicitar exploraciones, prescribir fármacos e indicar intervenciones, un solo especialista de hospital público puede generar un gasto de miles de euros en una mañana. Multiplíquese por los muchos galenos del país y se darán cuenta de la magnitud del asunto (también tengo escrito, y no es una boutade, que, en consecuencia, ampliar la jornada de los médicos significa disparar irresponsablemente el gasto público).
Resulta que en España la sanidad pública se financia con impuestos que el Estado recauda y reparte entre las CCAA, cuyo gasto sanitario alcanza de media la barbaridad del 40% de su presupuesto para pagar la disparatada factura farmacéutica del segundo país del mundo que más boticas consume y cuyos súbditos visitan al médico 8 veces más que la media europea. Resulta también que, en los países donde se evalúa, al menos un 33% de los ingresos, exploraciones, urgencias, tratamientos farmacológicos e intervenciones quirúrgicas son innecesarios y se siguen realizando por la inercia una cultura clínica exenta de criterios clínicos basados en el coste-beneficio y de un control de calidad que mida y analice los resultados de lo que se hace. Puede que en España esta cifra sea quede corta, pero lo cierto es que en un década hemos duplicado el consumo sanitario hasta alcanzar el 6% del PIB, sin que los niveles medibles de salud hayan subido no ya proporcionalmente sino algo siquiera. Dicho crudamente, el ingente gasto sanitario está provocando que los españoles seamos cada vez más pobres sin estar ni una miseria más sanos.
Y he aquí que, cuando creíamos que vivíamos en Jauja y podíamos permitirnos estos excesos, el Estado se asoma a la suspensión de pagos y el disparo de las alarmas obliga a cruzar atropelladamente las líneas rojas propinando al gasto público tijeretazos de ciego. Esto no se arregla encareciendo el acceso a un sistema que se da por intocable y bueno, sino racionalizándolo. O sea, gastando bastante menos pero mucho mejor. Por sí sola, una gestión clínica excelente podría aumentar el PIB en más de 2 puntos, lo que no estaría mal para salir del hoyo, y hay más ámbitos públicos de despilfarro, por lo que el margen de ahorro sin merma de servicios auténticamente necesarios es considerable. Pero lo fácil –y lo torpe- es subir impuestos para seguir financiando la mala gestión y al mismo tiempo rebajar el salario de aquellos cuya colaboración es absolutamente necesaria para mejorarla. Ni al que asó la manteca.