Psicólogos, sociólogos y comunicólogos alertan frente al auge de lo que denominan vampiros emocionales, envenenadores de las relaciones o, de un modo bien gráfico, gente tóxica. Son personas por lo general mediocres, fracasadas o amargadas que se alimentan de energías ajenas mediante un parasitismo que oscila entre el relato inmisericorde de sus penas o la crítica destructiva hasta conductas agresivas como maltrato verbal o acoso moral. Entre los prototipos de homo toxicus destacan el sociopsicópata, el agresivo verbal, el arrogante presuntuoso, el chismoso metomentodo, el descalificador, el envidioso y el objeto de esta reflexión: el quejica victimista. De eficaz virulencia, el quejumbroso se arrastra por la vida haciéndose la víctima injusta e indefensa y culpando a los demás de su presunta desgracia. Eternamente enfadado consigo mismo y con quienes tienen la mala suerte de vivir cerca, se siente maltratado y no para de denunciarlo pero cuidándose de hacer algo por abandonar su lastimoso estado, con el fin de no perder ni los beneficios sociales ni el triste consuelo que les proporciona el lamento de su frustración. Los médicos conocemos bien a esos pacientes quejicosos que no cejan hasta lograr la etiqueta diagnóstica que justifique su malestar, garantice su perpetuación y les procure el reconocimiento oficial de su invalidez que cierre el círculo. Por otro lado, nuestros atosigantes sindicatos son el paradigma del descontento organizado e institucionalizado (y subvencionado).
Pero es en tiempos de crisis cuando los quejicas victimistas brotan y crecen cual maleza entre las ruinas, como estamos viendo con las medidas de austeridad. Incapacitados para la autocrítica e insensibles a la situación general, muchos reaccionan a los recortes cabreándose, denunciando la “vergüenza” de su situación individual y descargando la responsabilidad en chivos expiatorios sin el menor propósito de aceptar la realidad, asumir su cuota de responsabilidad y emprender el esfuerzo que se le exige para remontar una situación pésima, alegando no tener la culpa.
Como protección frente al personal tóxico, los expertos recomiendan una estrategia tan sencilla como efectiva: 1) identificarlos y 2) alejarse de ellos lo más y antes posible, tarea que los propios intoxicadores pueden facilitar, como esa multitud de quejicas victimistas catalanes proclamando en la calle que la causa de todos sus males es la agraviosa pertenencia a una España de la que por tanto quieren separarse. Así que a quienes deseamos que permanezcan en España no debe disgustarnos que ellos quieran marcharse, pues sacudirse de golpe toda una población altamente tóxica sólo puede beneficiarnos a las auténticas víctimas de su ficticio victimismo. Así que por mí, y sintiéndolo de veras, bye bye, Catalonia. Y que la puerta continúe abierta.