Por que no me llamen aguafiestas he esperado que pasen los llamados “sanmateos” para sacudirme la vergüenza ajena que me producen las fiestas de algunos pueblos riojanos, Logroño a la cabeza. Aunque, vista la definición de aguafiestas (“Persona que turba cualquier diversión o regocijo”), no me importa si la diversión incluye actividades como zampar de reata, emborracharse hasta el precoma o convertir la calle en un basurero aderezado con orines alcoholizados. Por lo que respecta a los pueblos, el verano riojano es una sarta de agrupaciones de rebaños de jóvenes, muchos menores, que toman y arrasan la localidad de turno tras una noche más en blanco para ellos y los vecinos y de inquietud para los resignados padres de las criaturas. El lamentable espectáculo que ofrece el amanecer de cualquier pueblo en fiestas es el de una juventud embrutecida y desmadrada (la imagen de un botellón a las puertas de una biblioteca cerrada lo expresa mejor que mil palabras).
La tesis de una sociedad española del siglo XXI avanzada, desarrollada y laicizada se desmorona visitando cualquier pueblo en fiestas, celebradas siempre en honor de un canonizado o una advocación mariana a cuya imagen, hoy como en el medievo, la autoridad civil rinde pleitesía encabezando el desfile o efectuando la ofrenda. Santo o virgen invocados por sus descreídos protegidos para ponerse como el Quico, maltratar animales y participar en actos sobrados de cutrez, vulgaridad y guarrería. Respecto a las fiestas capitalinas de San Papeo, consisten mayormente en jalar y soplar en la calle a todas horas y en asistir a los mismos actos de cuando no había ni televisión: la peña, la torada, la verbena, el cabezudo, la charanga, el guiñol, la tómbola, el chamizo, la carroza, la exaltación chuletera, la sacralización de la vendimia y el fuego artificial, ajenos a los vertiginosos cambios tecnológicos y sociales de las últimas décadas (al menos nadie echa en falta la procesión tras la estatua de un presunto evangelista con menos probabilidad de haber existido que E.T.)
Para dejar de serlo, un pueblo de 150.000 estómagos que se las da de gran ciudad “moderna, dinámica y con proyección de futuro” debería ir pensando en sacudirse celebraciones tan desfasadas como los mismos pueblerinos sanmateos de hace medio siglo, reconvirtiéndolos en una semana cultural o de promoción de la ciudad seria y de calidad que ofrezca a propios y extraños, que se dice, una exposición de cosas distintas del estacazo al colodrillo de la Ciriaca, el trasnocho etílico y la degustación intempestiva como representativas de las Edades del Hombre* Riojano.
*(“hombre: m. Ser animado racional, varón o mujer”. Diccionario de la Lengua Española)