Para quienes no creemos en los dogmas de la fe católica, el papa no es el sucesor apostólico de la segunda persona de la Trinidad hecha hombre sino, algo más sencillo de entender, el líder espiritual de la confesión religiosa cristiana más extendida por el mundo. Pero es también la cabeza visible de una organización tan antigua, formidable y poderosa como la Iglesia Católica Apostólica Romana, depositaria del mayor patrimonio de la historia de la Humanidad. Para nosotros Benedicto XVI no es el Santo Padre elegido por el Espíritu Santo 265º sucesor de San Pedro sino el sobrenombre dinástico escogido por Joseph Ratzinger para reinar en la Iglesia tras ganar las últimas elecciones de un colegio tan exclusivo como el cardenalicio. Desprovisto así de la aureola de santidad e infalibilidad inherentes a su cargo, el papa no es más que un hombre al frente de una institución bimilenaria muy venida a menos en lo material pero todavía con gran influencia moral. Lejos quedan los tiempos en los que la Iglesia era una teocracia y su papa el monarca más poderoso de la cristiandad. Pero, a pesar de su pequeñez, el Vaticano es un país independiente y el papa su Jefe de Estado, una especie singular de soberano electivo, prisionero en una extraña corte androcéntrica de príncipes electores y elegibles enmarañando la Santa Sede con intrigas palaciegas de secular tradición.
Creo que el cardenal Ratzinger siempre ambicionó el papado. Tan comedido y discreto en las anteriores etapas de su carrera eclesiástica, el 19 de abril de 2005 al casi ya octogenario se le veía exultante saludando a los fieles que celebraban entusiasmados su elección (como la de cualquier otro, así de agradecida es esta afición). Por eso, la valiente y hasta subversiva dimisión de Benedicto XVI agiganta la dimensión humana de un ser de carne y hueso tan impotente y decepcionado ante lo que le ha deparado la tiara que es capaz de renunciar – y no por desgaste físico- a la mayor dignidad que puede alcanzar un cristiano para convertirse en nadie. La estampa del Sumo Pontífice ha fascinado al mundo desde hace muchos siglos, pero a mí es la inédita figura de un vicario de Cristo jubilado la que me atrae y seduce con fuerza. Su mayor lección magistral al mundo, a la historia y a su propia Iglesia no la ha dictado desde la cátedra sino apeándose de ella. Este espectacular autogolpe de Estado, tremenda bofetada a la curia propinada en propio rostro con frágil vocecilla ante el núcleo duro del inmovilismo vaticano y en latín, se me antoja uno de los sucesos más revolucionarios de la reciente historia occidental, y una oportunidad para la refundación de la Iglesia Católica. Nunca pensé que Joseph Ratzinger acabaría cayéndome tan bien algún día. Hoy, en concreto.