1813 fue un año prodigioso para los amantes de la ópera: el 22 de mayo nació Richard Wagner y el 10 de octubre Giuseppe Verdi, los dos soles que deslumbran en el firmamento operístico por la eternidad. Así que, arrimándome ya al que más me calienta, los wagnerianos celebramos hoy el bicentenario de la irrupción en el universo musical de «tal vez el mayor genio que ha existido» (W.H. Auden). Autor de uno de los proyecto artísticos individual más colosales, la monumental tetralogía El anillo del Nibelungo, idolatrado y denostado hasta los extremos, Wagner es el músico que más ríos de tinta continúa desbordando, en buena parte extramusicales por no distinguir al hombre sin escrúpulos, “repleto de una vitalidad demasiado grande para ser gobernada por el sentido de la moral” (E. Newman), del inmenso artista convencido de que el mundo le debía cuanto necesitara a cambio de sus partituras. Su mayor prejuicio sigue siendo un antisemitismo más bien inofensivo que hubiera pasado desapercibido sin la ulterior manipulación nazi, y que «entre la gente a la que más daño ha hecho se encuentra el propio Wagner» (B. Magee). Lo cierto es que o se le adora por su música o se le aborrece por su personalidad, y quienes lo detestan puede que no hayan escuchado una sola nota de maravillas como Lohengrin, La Valquiria, Tristán e Isolda o Parsifal.
Como músico, la gigantesca figura de Wagner es indiscutible. Revolucionario creador del drama musical, padre de la música moderna, mago del leit motiv y rompedor de diques formales con su desbordante melodía infinita, su pretensión de la «obra de arte total» le llevó no sólo a escribir sus propios libretos y dirigir hasta el menor detalle las representaciones sino a construir en una colina a las afueras de un pueblo un teatro dedicado exclusivamente a representar su obra según sus ideales artísticos. Convertido en centro mundial de peregrinación wagneriana, el Festspielhaus de Bayreuth continúa ofreciendo cada verano las obras del compositor como él dispuso: con el público abarrotando las incómodas gradas de una sala sumida en la oscuridad y la orquesta hundida en un «foso místico» bajo el escenario creando una acústica milagrosa.
Como homenaje a la altura de mi admirado ídolo musical, hago mía esta declaración de Thomas Mann: «mi pasión por el embrujo wagneriano me ha acompañado desde que lo conocí y empecé a hacerlo mío y a penetrarlo con mi comprensión. No puedo olvidar todo lo que le debo, todo el placer y la instrucción que me ha brindado: las horas de profunda y simple dicha en medio de la masa del teatro, horas de excitabilidad, de éxtasis y rapto intelectuales, percepciones de trascendencia enorme y conmovedora, como las que sólo proporciona este arte».